viernes, 21 de febrero de 2014

CRÍTICAS (III) - NEBRASKA

NEBRASKA. EEUU, 115 minutos. Dirección: Alexander Payne. Reparto: Bruce Dern (Woody Grant); Will Forte (David Grant); June Squibb (Kate Grant); Bob Odenkirk (Ross Grant); Stacey Keach (Ed Peagram); Rance Howard (Tío Ray); Tim Driscoll (Bart); Devin Ratray (Cole); Angela McEwan (Peg Nagy). Guión: Bob Nelson. Música: Mark Orton. Fotografía: Phedon Papamichael; Montaje: Kevin Tent; Dirección Artística: Sandy Veneziano & Fontaine Beauchamp Hemp. Gama de azules.



Alexander Payne es de Nebraska. Varias de sus películas están rodadas en este estado vasto y gris que, si trazaramos una cruz sobre el mapa de Estados Unidos, estaría justo en el centro. Sin embargo, en la película que nos ocupa, Nebraska es una suerte de MacGuffin, un señuelo, una sombra de tierra prometida que, como casi todo lo prometido, es fútil. Payne insiste en sus personajes peculiares, obsesivos, tozudos en pos de una idea de perfección que salvará sus vidas. Pero en esta ocasión rebaja el humor que destilaba, por ejemplo, Entre Copas, y eleva el tono melancólico y tierno para diseccionar a un hombre que sabe que la muerte ya sopla en sus oídos, y se ve lanzado a conseguir su última meta, quizá la única que se ha planteado a lo largo de su vida.

Nebraska es una película tierna. Sí, es ése quizás el adjetivo que mejor se adapte a la historia de este anciano (en cuyo nombre se combinan los de dos presidentes norteamericanos, Woody (Woodrow Wilson) y Grant (Ulises Lee Grant) que, de manera inopinada, se empeña en viajar desde Montana a Nebraska (unos 1.200 kilómetros según se específica en uno de los diálogos de la película) para cobrar el premio de un millón de dólares que le promete una editorial. Incluso él sabe que es un timo pero, tras décadas de inmovilismo, de dejar que la vida le imponga sus condiciones, Woody asume por primera vez el mando, como un canto del cisne, como su última oportunidad.


Conforme avanza la película, más claro parece que Payne nos está contando, no ya un hecho real, pero sí una historia muy personal. Uno llega a pensar que habla de su propio padre, quizás aquejado de alzheimer. Sin embargo, Nebraska es la única película de Payne en la que él mismo no escribe el guión. Habla, pues, del padre de otra persona, quizá del fantasma del futuro, cuando todos querremos volver a empezar, cuando todos queramos restañar heridas, o partirle la cara al abusón del cole que nos humilló setenta años atrás. La película fluye como un río porque es cercana, porque todo lo que vemos y oímos nos suena familiar, porque todos conocemos a alguien como Woody, o como su hijo David o como esos primos de Nebraska que sólo hablan de coches y dinero. Todos conocemos a alguien tan estúpido como ellos. Da igual que la película sea en Montana, en Nebraska o en nuestro pueblo. Es familiar. Es universal. 

David, el hijo de Woody, se muere por dejar su pueblucho. Su novia le acaba de dejar y su trabajo, en una tienda de equipos de música y home cinema, es un asco. A su padre no le hace falta mucho para convencerlo de que lo lleve en coche a Nebraska para cobrar ese millón de dólares que ambos saben que son un timo. Pero, mientras David emprende el viaje para huir, Woody lo emprende para volver. En este aspecto, Nebraska  tiene algo del Quijote. No en vano, el personaje que interpreta el (gran) Bruce Dern tiene algo de quijotesco, con ese pelo desgreñado, esa barba desarreglada y esas ensoñaciones que le llevan a darse de bruces con una realidad brutal y sórdida. De hecho, el final de la película (que, obviamente, no voy a contar) también rememora al Quijote y al yelmo de Mambrín que no era más que una bacía de barbero.

El señuelo del millón de dólares no es más que un simbolismo de la vida del propio Woody. Años de silencio en su pueblo natal, Hawthorne (Nebraska), un accidente en la Guerra de Corea, un alcoholismo galopante que le imbuyó en un estado catatónico que no le permitió ni amar a su esposa ni saber qué hacer con sus hijos. Como un relámpago, la idea de hacer algo útil ilumina la maltrecha mente de Woody. Necesita moverse. Necesita sentir que sus músculos aún le responden después de tantos años de letargo. Mira a su alrededor y ve en qué se han convertido esos seres que le acompañan, que viven con él y que parece ser que siente algo por él: sus hijos, dos bobalicones sin futuro, y su esposa, una verdulera deslenguada y sin ninguna empatía. Pero, en vez de huir, Woody quiere volver, quiere recuperarlos. Diablos, es muy duro morir sin haber amado ni haber sido amado.


 En su viaje a Nebraska, Woody y David paran durante unos días en el pueblo natal de Woody. En realidad, es el lugar al que él quería ir, no a esa absurda ciudad de Lincoln para cobrar ese absurdo premio. Woody quiere poner las cosas en orden antes de que pase lo que tenga que pasar. Hawthorne es aburrido, mezquino, intrigante, como aquel Anarene que Peter Bogdanovich nos dibujara en The Last Picture Show. La familia de Woody ha hecho nido en sus sofás, de los que no se levantan desde 1970. Todo es silencio. Los vecinos se saludan con una onomatopeya. La televisión es una suerte de placebo para vidas anodinas. Pero ahí se desencadenará la última obra de Woody Grant. Con su hijo David como hilo conductor, el personaje de Woody se va deconstruyendo. Se le descubre el amor de su vida, hoy una anciana que dirige el "periódico" del pueblo. Se descubre su valentía en la Guerra de Corea. Se descubre que, cincuenta años más tarde, va a cobrarse las deudas del fanfarrón de Ed Peagram, su socio en el taller que ambos administraban, y que aún le debe un compresor. Sin embargo, el alcohol le suelta la lengua: dice a todo el mundo que ha ganado un millón de dólares. Comienzan entonces las intrigas en un pueblo en el que nunca pasa nada. Pero, al fin y al cabo, es lo que Woody quería: demostrarle a aquellos palurdos que él es alguien, que tiene la capacidad de ganar, aunque sea una batalla. Esa escena, con su nueva camioneta, paseándose altanero por el medio del pueblo, es el resumen de la película. Ha recuperado a sus hijos. Su esposa, aún deslenguada, le da un beso después de años de silencio (en una escena memorable, quizá la mejor de la película). Woody ya se puede morir tranquilo: sin su millón de dólares, no más que el yelmo de Mabrín, pero con todo en orden. O, al menos, en el orden que el cree que lo deja, porque toda la película parece tan sólo una ensoñación del personaje central que, en realidad, no se ha movido del sofá de su casa, y jamás lo hará hasta que los días estén contados. 

Corolario

Bruce Dern fue la quinta opción de Payne para interpretar a Woody Grant. Antes lo intentó con Gene Hackman, Jack Nicholson, Robert Forster y Robert Duvall. Quizá ninguno de ellos quiso rebajarse a interpretar a un viejo senil y alcohólico. Sin embargo, parece que el personaje fue escrito ad hoc para Dern, otrora actor severo, habitualmente atormentado como demuestra en El Gran Gatsby, Danzad, Danzad Malditos o El Regreso, donde está magnífico. Sin embargo, con 77 años, Dern firma el papel de su vida. Un hombre imbuido en sus ensoñaciones, que mira al infinito como si viera llegar la guadaña en lontananza, pero decidido a hacer algo por sí mismo en una vida rara y desmadejada. Dern ha ganado tantos premios por interpretar a este personaje tierno y perdido, que intuyo que no le darán el Óscar. No desmerecen a Dern en absoluto Will Forte, que interpreta a su hijo David, su "Sancho Panza", y June Squibb, fantástica como esposa basta, amargada, pero con un punto humorístico brutal. En este caso, sí creo que se llevará el Óscar a la mejor secundaria. 
En todo caso, Nebraska nos habla de muchas cosas. Del orgullo, del amor más íntimo, de las ilusiones que se desvanecen y de ese futuro que nos aguarda. De nosotros depende que sea brillante o tan gris como la fotografía de la película. Si tienen padres o familiares con demencia senil o alzheimer, vayan a verla, pero bien equipados de pañuelos de papel. 

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