martes, 30 de septiembre de 2014

62 Festival de Cine de San Sebastián (Primera parte)



INTRODUCCIÓN


Un cinéfilo debe ir, al menos una vez en su vida, al Festival de San Sebastián (Zinemaldia en euskara). Yo nunca lo había hecho. Era un deseo que por falta de tiempo se iba quedando en el limbo. Este año, sin embargo, se dieron las circunstancias. 
Las sensaciones son contrapuestas. La actividad se desarrolla en los alrededores del Kursaal y el hotel María Cristina. Las llegadas y salidas de los famosos, las ruedas de prensa, las presentaciones de películas... los locales y los visitantes se dejan caer por los lugares "calientes" a ver si cazan una foto, un selfie o un autógrafo. A la dirección del festival le interesa que haya ese bullicio en la calle. A ambos lados de la puerta principal del María Cristina la organización coloca dos pequeños graderíos, forrados con alfombra roja, que los fotógrafos profesionales comparten con los "caza-cualquier-cosa". Los hay que rozan la obsesión. Llegamos a la conclusión de que ni siquiera duermen. Su "casa", durante esa semana, es ese graderío. Cualquiera puede caer en la tentación. Por ejemplo, la llegada de Benicio del Toro.




Otro momento marca de la casa es el paseíllo desde el María Cristina al Kursaal (unos 200 metros) del famoseo que accede a la gala de clausura. Cuatro horas antes ya hay gente apostada a la puerta principal. Es el acabóse. Con mayoría de público juvenil, el paso de los actores y actrices de moda se convierte en un enjambre de chillidos y móviles al aire intentando captar algo. Cualquiera puede caer en la tentación.




No suelo juzgar, y no lo voy a hacer tampoco con este asunto. Si la dirección ha apostado por este modelo de festival, será porque deja mucho dinero en la ciudad y porque San Sebastián está en el candelero durante una semana, con el patrocinio de RTVE, osea, con el patrocinio suyo y mío. El glamour se impone y me da la sensación de que el aficionado al cine de la propia ciudad comienza a alejarse un poco de la pompa y el celofán. El motor de un festival de cine es la afición local. Quizá la dirección deba reflexionar sobre el asunto. La impresión es que la organización deja caer una programación nutridísima como el que no quiere la cosa, y espera que el resto llegue por añadidura. Ni una actividad paralela, ni exposiciones, ni conciertos... que los pintxos hagan el resto. Eso, y la proliferación de actores y actrices conocidos, a los que se mima hasta la extenuación. En el periódico oficial se estipula la llegada y salida de los más destacados (no leí, por ejemplo, la llegada de Bille August) y se publicitan las fiestas (privadas) a las que asistirán las estrellas, todas ellas en discotecas en primera línea de playa (alguna incluso en la misma playa) que hacen el septiembre. El caso es que haya ajetreo. 

Estuvimos cuatro días. Vimos diez películas. Dos, tres a lo sumo, realmente destacables. Nos fiamos de la información sobre la venta de entradas on line que ofrecía la web oficial y nos perdimos alguna película porque se señalaba que no había entradas. Luego, in situ, descubrimos que en taquilla había excedentes y que lo que en la web se especificaba como "sin billetes" tan solo se refería a la venta por anticipado. En fin. 


DÍA 1

Debutamos en los cines Príncipe, situados en la plaza Zuloaga, en pleno casco viejo y a un paso de la zona de pintxos. Es una plaza abierta, en la que también se ubica el museo de San Telmo. Está plagada de niños. En un lateral se ubica un parque infantil grandioso, con artefactos que dan vueltas y columpios y espacio abierto para correr. Y los niños, claro, pues corren. Y lanzan el balón de manera inopinada, y andan en patinete. Llegamos a creer que no son niños, sino actores contratados para amenizar las colas que se forman delante de los cines. Una costumbre local que no tiene nada que ver con la posibilidad de quedarse sin sitio, sino de elegirlo. Sí, también un poco de exageración. La de Lasa y Zabala en el Kursaal fue impresionante.



Otra costumbre de los donostiarras es acompañar con aplausos la música de la cortinilla de entrada que antecede a la proyección de cada película.





En una sala minúscula vimos La Muerte de un Hombre en los Balcanes, una película serbia de 2012 dirigida por Miroslav Moncilovic. Los presagios no eran buenos. En la butaca de delante un hombre, con cabeza de levantador de yunques, se quedó dormido antes de empezar la película, para solaz de una pareja que estaba sentada a su lado. Pero sólo eran presagios, porque la película resultó magnífica. Un músico se suicida delante de su webcam. La cámara, que queda encendida, recoge todo lo que ocurre a continuación. Y lo que ocurre es una mezcla de Berlanga y Esperando a Godot. Los vecinos que se emborrachan. Los vecinos que ponen verde al muerto. La policía de Belgrado, incompetente y fatua. El enterrador... una corola de personajes muy pero que muy bien escritos, y muy pero que muy bien interpretados. Entretenida, divertida y con el hallazgo de un mismo plano al estilo La Soga (sólo hay un movimiento de cámara, cuando una enfermera se tropieza accidentalmente con la webcam). Muy recomendable esta película modesta pero ingeniosa. Y ese es el valor del cine.


                                         



Como la siguiente película del día (ya de la noche) también se proyectaba en los Príncipe, hicimos tiempo con unos pintxos en las calles aledañas a los cines que, en sí, son el epicentro de la ruta del pintxo. Las calles Pescadería, 31 de Agosto y Fermín Calbetón son el triángulo mágico. Hay de todo: gente que le da al magín y otros que ensartan un trozo de morcilla de arroz. Hay de todo. También en cuanto al servicio. Es loable el esfuerzo de muchos camareros en explicarle a un habitante de Sacramento (California) qué es la morcilla, el txitxarro o el txangurro. Loable de verdad. Otros no lo hacen. Hay de todo. Ah, y una cosa: San Sebastián no es Tahití, con lo que no es necesario poner el aire acondicionado a todo lo que da. Lo digo por el bar Sport. Mi espalda aún se acuerda de sus dueños. Pero muy buena la bola de carne. Lo uno por lo otro. 
El caso es que la segunda película era La Desaparición de Eleanor Rigby, estreno en España del debut del productor Ned Benson. La película se encuadraba en la sección Perlas. Caray, con ese nombre, se da por hecho que el material es bueno. Pero no. Ojo al argumento: dos pijos neoyorquinos se casan. Él regenta un restaurante ruinoso, por matar el tiempo, porque sabe que tarde o temprano heredará el de su padre, del que son clientes habituales... los Rolling Stones (!). Los padres de ella son, ojito, catedrático de psicología en Yale y ex violonchelista en década sabática que sólo se dedica a beber vino. Además viven en una mansión de las que picas al timbre y tardan dos minutos en abrir la puerta. El caso es que la pareja feliz tiene un hijo y se muere. Y a ella le entra una depresión que primero se tira al Hudson y luego se apunta a unas clases de introspección del yo o algo así con una profesora que se dedica a comer hamburguesas tamaño XXXL y a leer en clase unos apuntes del año 70. Ella se va de casa para olvidar el mal trago. Van, vienen, discuten y ella, finalmente, para olvidar que ha perdido a un hijo, se va a París, la ciudad donde se conocieron sus padres, a vivir la bohemia. Su padre incluso le da direcciones de cafés chic. La película no acaba ahí, pero no la voy a destripar. 

                                      


A parte de que el argumento es su peor enemigo, La Desaparición de Eleanor Rigby (como la canción de los Beatles. En la película se explica el por qué de su nombre pero, sinceramente, lo he olvidado) tiene algo que desentona en la dirección, o el montaje, o ambos: la proliferación de primeros//primerísimos planos de Jessica Chastein. La aclaración llega en los créditos: ella misma es la productora. Chastein está bien, pero ya suena para los Óscars y me parece una exageración. A James McAvoy alguien le ha dicho que se parece a Russell Crowe y pone los ojos así pequeños cuando se ríe y habla como si fuera a entrar a banderillas con Cómodo. Mi adorado William Hurt habla como si acabara de tomarse una caja de valium e Isabelle Huppert, a tenor de su expresión, parece que no va al baño desde 1996. 
Como había que olvidar tamaña "perla", al otro lado del Urumea está el Be Bop. Ambiente internacional, buena música, cañas mejorables... bien. Sin embargo, dos parejas, de manera inopinada, se subieron a la tarima que hace de pista de baile y se pegaron dos vueltas al ruedo andando a gatas y cogiendo el de detrás los talones del de delante. 
Fin del primer día.


DÍA 2

Había que ver Lasa y Zabala en San Sebastián. Se le había politizado en demasía, sobre todo por haber recibido una subvención de Bildu que, no lo olvidemos, gobierna en San Sebastián. Teníamos curiosidad por comprobar la reacción de los donostiarras a la película. Ya saben: el GAL, Galindo, dos etarras cabezas de turco, una semana de torturas, dos disparos (en realidad tres) en la cabeza, diez años de silencio, dos cadáveres en Alicante, una investigación reabierta, una condena a cuatro guardias civiles y al gobernador civil de Guipúzcoa.  Años de plomo, de crímenes y de alienación. Pablo Malo, el director, llegó a decir que cuando aceptó el proyecto muchos le dieron el pésame. Era jodido asumir una película a la que le iban a zurrar por diestra y siniestra. 
La película la vimos en la sala 1 del Kursaal. Una sala vertical como un rocódromo. De las 2.000 localidades, calculo que habría 20 libres. Me da la impresión de que mi mujer y yo éramos los únicos no vascos. El silencio fue espeso durante la proyección. Mucha gente se conmovió. La chica que se sentó a mi lado se pasó media película llorando. Por lo terrible de todo. Porque ya no había bandos. Porque todo era un sinsentido mórbido. 
La película es dura. Muy dura. Pablo Malo se deja poco en el tintero. Las torturas se perpetraron en el palacio de la Cumbre, a escasos 500 metros del Kursaal, en pleno centro de San Sebastián, con la anuencia de Julen Elgorriaga, gobernador civil de Guipúzcoa.. 


                                         


A mi me pareció una gran película. ¿Necesaria? No sé. No creo que ninguna película sea necesaria. Me pareció que detrás había un director con nervio y con pulso, un guión estructurado en base a flashbacks y flashfordwards que le dan dinamismo a la acción y unas interpretaciones magníficas. Unax Ugalde cumple como abogado defensor. Francesc Orella, quizás el mejor actor español de la actualidad, ES Galindo. Los guardias civiles implicados están sobresalientes, en especial un inmenso Oriol Vila. La película funciona. He leído a una vaca sagrada de la crítica cinematográfica española decir que "no conmueve", como si esto fuese Bambi. En fin. Si se quiere politizar, ofrece mil razones. Pero como mero instrumento artístico, funciona y muy bien. Al final, el público donostiarra la ovacionó durante cinco minutos y luego se fue despacio, en silencio. No tengo ni idea si se había cerrado alguna herida. Las ovaciones siguieron después, en la alfombra roja, en las ruedas de prensa... en el resto del estado se estrenará el 16 de octubre dios mediante. 

Después de comer, también en el Kursaal, teníamos Tigers, la última película del bosnio Danis Tanovic, que estaba a concurso en la sección oficial. Tanovic se había hecho un nombre en la industria en 2001 al ganar el Óscar a la mejor película de habla no inglesa con En Tierra de Nadie. Por el interesante docudrama La Mujer del Chatarrero triunfó el año pasado en Berlín. Así que las perspectivas eran buenas. Sin embargo, varios factores se unieron para contradecir esta noción. Primero, la hora. Las cuatro de la tarde no es la mejor hora para ir al cine, y menos si acabas de comer en San Sebastián. Segundo, el hecho de que fuese el primer pase en el festival. Ya se sabe: invitaciones por doquier, gente entusiasmada porque le han permitido entrar gratis, la clac, periodistas que van a dormir (literalmente, un hipster se tumbó todo lo largo sobre dos butacas a echar la siesta). Pero el mayor problema fue la película, una coproducción franco-britano-pakistaní con aroma a subvención. En realidad, Tigers pretende ser un documental, o una experiencia metacinematográfica, es decir, se ve a un director y unos productores ficticios hablando por videoconferencia con el actor que hace de personaje real, y negociando cómo va a ser el documental que en realidad es la historia que nos cuenta la película. Osea, que no es nada. La historia real: cómo un modesto visitador médico pakistaní encuentra en Nestlé el trabajo de su vida. Vender leche en polvo para bebés. La empresa, después de una agresiva sesión de coaching (de ahí el título de la película o lo que sea) le da dinero para sobornar a los médicos. Pero el producto era veneno. Mezclado con aguas no potables en las aldeas paupérrimas de Pakistán, aquellos polvos se convertían en una ponzoña que mataba a los niños por decenas. El tipo denuncia a su compañía pero la carne es débil: se deja engatusar por un soborno del estado para mirar hacia otro lado y se descubre el pastel.
Al final, ovación por parte de la clac, silencio por parte de la gente que había pagado por ver aquello. Alguno incluso se despertó con los aplausos. El director, un poco azorado porque sabía que la película no estaba a la altura, y los productores paquistaníes, un poco sobrepasados, saludaron desde el palco iluminados como si se tratase de una aparición mariana. 



Para acabar la jornada vimos la primera película de la historia enteramente hablada en euskara en participar en la sección oficial: Loreak (Flores). Se proyectaba en los cines Antiguo Berri, situados en la zona llamada Antiguo que, en realidad, es nueva. Está al final del paseo de la Concha. Una zona residencial y algo tristona. Los cines están bien, con cafetería en el hall, una bañera acondicionada como chaise longue y unos sofás comodísimos para sobrellevar la espera. Al ser una sesión nocturna y una película cien por ciento vasca, volvimos a ser los únicos no autóctonos en la sala. Mucho adolescente, por lo que dedujimos que los centros educativos de la ciudad habían repartido entradas entre los alumnos. La verdad es que Loreak es una película agradable, con ratos emotivos, y bien contada por José María Goenaga. La historia de cómo unos ramos de flores van conectando a tres mujeres y un hombre es un hallazgo, pero quizá sea material más para una novela que para una película.


                                  

No es que sea una mala película, pero cojea por el lado interpretativo y por un exceso de modestia. Agradable, pero mejor una novela que una película. 

Para acabar la jornada, nos metemos en un bar que será un descubrimiento: el Ondarra, justo frente al Kursaal. Tiene el Ondarra ese aire de tasca un tanto sórdida que es tan irresistible. Y tiene el Ondarra un camarero excelso, de esa estirpe de camareros activos, que dan conversación agradable y que, si al día siguiente vuelves, sabe exactamente en qué punto dejó la conversación el día anterior. Esos camareros a los que habría que declarar especie protegida. En la barra charlan tres técnicos que han participado en Lasa y Zabala. Se quejan de lo poco que se paga, de lo mal que habían trabajado con un director donostiarra (cuyo nombre omitiré), de las subvenciones astronómicas que ahora se otorgan en Canarias. En esto, entra un chavalote con aspecto de delantero centro del Elgoibar y una mujer rubia. No caemos a primera vista. Luego, nos damos cuenta de que son Isaki Lakuesta y Emma Suárez. Se ponen a hablar con los técnicos del rodaje de La Ardilla Roja, de Julio Medem. Escuchamos. Sonreímos. 

FIN DE LA PRIMERA PARTE

TO BE CONTINUED...

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