martes, 17 de noviembre de 2015

CRÍTICAS (XII): "EL CLAN", de Pablo Trapero

El Clan. Argentina, 2015. 108 minutos. Dirección: Pablo Trapero. Reparto: Guillermo Francella (Arquímedes Puccio), Peter Lanzani (Alejandro Puccio), Giselle Motta (Silvia Puccio), Antonia Bengoechea (Adriana Puccio), Gastón Cocchiarale (Maguila Puccio), Stefania Koessl (Mónica). Guión: Pablo Trapero. Música: Sebastián Escofet. Fotografía: Julián Apezteguia. Montaje: Alejandro Carrillo & Pablo Trapero. Color.




INTRODUCCIÓN

Una cosa, antes de nada. Para dirigir una película con canciones hay que ser Scorsese. Para conseguir que esas canciones sean un recurso más de guión y de montaje hay que tener buen gusto musical. Y ser Scorsese. Bueno, Tarantino también lo intentó con más o menos acierto. George Lucas, en American Graffiti tampoco lo hizo mal. Pero, vamos, que hay que ser Scorsese. Y para conseguir que el espectador llegue a identificarse con una panda de hijos de puta hay que ser Scorsese. Si a usted le caen bien los protagonistas de Uno de los Nuestros, entenderá la maestría del director neoyorquino. El problema aquí es que hay pocos directores que quieran ser ellos mismos. Casi todos quieren ser alguien más. Tener un estilo propio es muy difícil. Se logra teniendo talento y viendo mucho cine. Trapero o quien haya sido el que haya decidido poner canciones al tun tun, de diferentes estilos y épocas, que no aportan nada a la narración y que muchas veces solapan las voces de los actores, esa persona se ha cargado El Clan. Así de sencillo.

LA HISTORIA

¿Cuál es el problema de El Clan? Que está hiperproducida. Hay un exceso de producción que daña la narración. En la nómina de productores están los hermanos Almodóvar, Leticia Cristi, Ester García, Gabriel Arias-Salgado, Axel Kuszchevatsky, Matías Mosteirín, Hugo Sigman, Pola Zito y el propio Pablo Trapero. Demasiada gente metiendo la mano. Demasiada gente decidiendo. Demasiada gente interviniendo en la película. Y eso se nota. Aunque el propio Trapero sea el director, el guionista y el co-editor, siempre hay que pagar un peaje si quieres que te produzca Almodóvar. Hombre, que te produzca Almodóvar mola, ¿a qué sí Trapero? Mira cómo le fue a Relatos Salvajes. Una gran película, pero que se hubiese quedado en un éxito latinoamericano si no hubiese sido por la mano del director manchego que, como productor, consiguió que la nominasen al Óscar. A El Clan le puede pasar lo mismo. La Academia Argentina ya la ha seleccionado para que la represente en Hollywood. Trapero, haciendo de Fausto.
Y miren que tenía oro en sus manos el director argentino. La película narra las fechorías de la familia Puccio, encabezada por el patriarca, Arquímedes, que era este señor (el del medio):


Arquímedes Puccio, junto a sus hijos, en especial Alejandro, que era este otro señor:


estaba a sueldo de la dictadura de Galtieri para secuestrar y asesinar a "antipatriotas". Claro, a "antipatriotas" con pasta. De algo había que vivir. Así que entre 1982 y 1985 secuestraron a tres empresarios (en realidad a sus hijos, para hacer más daño. Uno de ellos amigo íntimo de Alejandro, el primogénito de la familia). Con la colaboración de dos sicarios más, los hombres de la familia (uno de ellos había huido de la atrocidades de sus familiares, pero regresa atraído por el olor de la sangre y el dinero) secuestraban en plena calle y a plena luz del día, llevaban al infortunado a su casa, lo ataban de pies y manos y lo metían en la bañera de un cuarto de baño auxiliar. Allí lo tenían mientras negociaban con la familia, le hacían mil perrerías y habitualmente terminaban con un tiro en la cabeza en una fosa bien camuflada. Se llevaban la pasta del rescate, eso sí.
Mientras no torturaban al desdichado de turno, la familia Puccio veía la tele, cenaba arroz con pollo, iban a partidos de rugby, y el padre, Arquímedes, le ayudaba a hacer los deberes a su hija pequeña.
Arquímedes Puccio era abogado, contable y regentaba un bar y una tienda de deportes náuticos en la calle en la que residía la familia, en el barrio de San Isidro de Buenos Aires. Pero, en sus horas libres, pertenecía al sanguinario Batallón de Inteligencia 601. Civiles que le hacían el trabajo más sucio a la dictadura. Su hijo, Alejandro, su principal colaborador, era el talonador (hooker, como dicen en Argentina) de la selección juvenil de rugby. Tantos favores debidos... algunos recibidos.

La caída en desgracia de Galtieri tras el ridículo mundial de la Guerra de las Malvinas, y su posterior encarcelamiento, abrieron el camino a la llegada al poder del socialista Raúl Alfonsín. Ahí comenzó el final de una de las prácticas más aberrantes de la historia de Argentina.

LA PELÍCULA

La película se desarrolla durante tres años, precisamente los que marcan el final de la dictadura de los milicos. El comienzo es esperanzador: planos secuencia en los que aún no sabemos quién es quién. Y un flash-forward (la acción de adelantar lo que pasará minutos más tarde) que, a la postre, se demuestra un auténtico error de bulto.
Trapero, que se dio a conocer con Mundo Grúa en 2002, es uno de los directores más aclamados en Argentina. Hombre comprometido, suele centrarse en las desigualdades sociales y en los intrincados y sucios submundos del poder. Particularmente, sólo he visto Mundo Grúa, y en ella Trapero peca de los mismos errores que en El Clan. El inicio te deja pegado a la butaca pero paulatinamente el director comienza a sucumbir al efectismo técnico y los personajes pasan a un segundo plano. Sencillamente, dejan de interesar y empiezas a desear que la película termine.
En El Clan, Trapero comienza a mover la cámara de un lado a otro, sin rigor. A acercar y alejar el objetivo. A no fijarse en el detalle. ¿Qué provoca éso? Que el ritmo se diluya, que sea espasmódico, que sea confuso y que la historia, que es lo importante, pierda vigor. Y si ya unimos la equivocadísima selección musical, todo ello provoca que les dé un consejo: llevénse un ibuprofeno.
Yo no sé qué procesos vitales puede haber sufrido Trapero a lo largo del rodaje de la película, pero debería cuidar ese descontrol creciente que estropea sus trabajos. Hay que narrar, no mover la cámara como si fuese mi abuelo después de ver por primera vez una cámara de VHS.
En cuanto a los actores... miren que estaba tremendo Guillermo Francella en El Secreto de sus Ojos, la obra maestra de Campanella, en la que hacía de ayudante borrachín de Ricardo Darín. En El Clan alguien le dijo que tenía que actuar como Anthony Hopkins en El Silencio de los Corderos. Que pusiera cara de psicópata. Y de tanta contención, a veces parece el Peter Sellers de Mr. Chance.


https://www.youtube.com/watch?v=n7kpI79cPBk

Francella es toda la película. Una película en la que no debería haber medias tintas: o el director consigue que nos den asco o consigue que tengamos cierta simpatía. Pero que nos den igual, eso es un pecado. Lo llamativo es que Trapero consiguió el León de Plata al mejor director en el último Venecia. En fin. Por algo lo llaman "fallo del jurado".

COROLARIO

El Clan nos habla de la monstruosidad que todos llevamos dentro. Precisamente por eso somos humanos. También nos demuestra que para dormir bien cuando un dictador gobierna tu país hay que ser bien un hijo de perra, bien un imbécil. No digamos ya para prosperar. Para prosperar... quizá las dos cosas.
Dicho lo cual, me voy a revisitar Uno de los Nuestros. 

miércoles, 4 de noviembre de 2015

CRÍTICAS (XI): "TRUMAN", de Cesc Gay

Truman. España-Argentina. 2015. 108 minutos. Dirección: Cesc Gay. Reparto: Ricardo Darín (Julián); Javier Cámara (Tomás), Dolores Fonzi (Paula), y la colaboración especial de Francesc Orella, Alex Brendemühl, Eduard Fernández, Silvia Abascal, José Luis Gómez y Javier Gutiérrez. Guión: Cesc Gay & Tomás Aragay. Música: Nico Cota & Toti Soler. Fotografía: Andreu Rebés. Montaje: Pablo Barbieri. Dirección Artística: Jorient Sont. Vestuario: Anna Güell. Color.




INTRODUCCIÓN

Uno de los retrocesos que nos comienza a dejar este descorazonador siglo XXI es la pérdida de la charla. Del metabolismo cutáneo de la charla. De la intensidad de la mirada del interlocutor. De sus gestos. De sus silencios. De la piel del que está delante. Truman, que es en sí una película en reverso, también es una película muy charlada antes de comenzar el rodaje. Cesc Gay es el perfeccionamiento de aquellos directores de la Nueva Ola española. Es la versión 2.0 de Trueba, Colomo, o el primer Almodóvar. La verborrea de aquellos personajes, su espontaneidad, fruto de una intimidad previa con el director y el resto del elenco, se convierte con Gay en conversación, en sentido estricto. No voy a decir que, como en Casablanca, Truman se fuese escribiendo y reescribiendo sobre la marcha, pero de lo que estoy seguro es de que la película no es la plasmación en imágenes de un guión escrito. Más bien, parece que lo que vemos es el resultado de horas y horas de charla y copas, de complicidad y de aportaciones multilaterales, sobre todo de los dos actores principales. Eso traspasa la pantalla y eso explica también la desbordante química entre Darín y Cámara, sin duda el engranaje de la fantástica película de Cesc Gay.

LA SOLEDAD

Es difícil condensar en una única idea el abanico de sensaciones y temáticas que contiene Truman. Me quedo, no obstante, con la idea de soledad y abandono, dos de las tres patas de cualquier texto poético que se precie. La tercera es el paso del tiempo, algo que también supura esta película. En un alarde de guión, dos o tres pinceladas, dos o tres miradas, dos o tres gestos, nos cuentan toda la vida de los dos personajes. Uno, Tomás (Cámara) el que lleva el nombre del apóstol escéptico, quiere volver a creer. Vive en Canadá y en cierta medida ha muerto ya. Lejos de casa, con la vida solucionada, se ha perdido en la jungla de las relaciones sintéticas, de los circuitos y la virtualidad. El otro, Julián (Darín) tiene cáncer de pulmón y se muere. Ambos compartieron piso en su juventud. Cuando Tomás lo abandonó, Julián era un actor popular, rodeado de gente, fiestero, gorrón, egocéntrico, mujeriego, alcohólico, golfo, vividor, bohemio. Cuando pasados los años Tomás vuelve a Madrid para despedirse de él, Julián sigue siendo todas esas cosas pero ahora está solo. Terriblemente solo. Sus amigos le han abandonado. A la mayoría le puso los cuernos. Se ha divorciado. Su hijo vive en Amsterdam y poco sabe de él. El dueño del teatro en el que trabaja le echa cuando sabe de su enfermedad. Su única compañía es Truman, un perro grande y moroso en sus movimientos, reflejo de la vida de su dueño, y Paula, una prima que dejó Buenos Aires para acompañarle, de mala manera, en sus últimos meses.
Tomás no quiere visitarle. Vive confortable en Montreal. Pero Paula, con la que es evidente que tuvo una relación en su juventud, le convence. Julián no sólo está abandonado. Se muere y está arruinado. Comienza así una película de paradojas: la muerte es la vida. La despedida es el descubrimiento. Cuatro días son toda la vida.


  

MIRADAS

Tomás llega a Madrid queriendo ser Julián. Forrado de dinero para pagarle todos los vicios. Vamos, que sean cuatro días a troche y moche. Pero, claro, Julián se muere. Si quieren ver a un actor en vena, observen las miradas de Javier Cámara. ¿Cómo mirarían ustedes a un amigo que saben que no llegará a la siguiente estación? Pues así, como mira Cámara. Con cierta aprehensión, porque los amigos moribundos son otras personas, son desconocidos, despiden otro olor, hablan de otra manera y esperan. Sobre todo esperan. Pero Julián no quiere esperar más. Quiere dejar el tratamiento y morirse ya. Ha llegado a ese punto que es la verdadera muerte: cuando nada de lo que te rodea es bello. Cuando todo es hostil. Cuando sabes que será la última vez que estés en el café en el que acabas de desayunar. 
Es un acierto el de Gay el desadramatizar la muerte, porque sólo así se muestra de la manera más brutal, con esa sensación plena de desintegración, de desaparición total del planeta tierra. Tus amigos ya no podrán verte, ni tocarte, ni acordarse de tu familia. No estarás, y punto. Te recordarán, pero poco a poco los recuerdos serán más tenues. Ese es el drama del ser humano. Saber que ya no verán tus ojos más primaveras. 
Las miradas de Tomás cambian desde esa aprehensión hasta cierta lástima, luego cierta empatía para llegar, al fin, a esa mirada única: la que tienen los que gozan del sentimiento por antonomasia: la amistad. Nada está por encima de la amistad, pero de la amistad verdadera. La que siente Tomás, la de la posesión, la de los celos (de todo, incluso de Truman), la de crear un mundo nuevo para tu amigo. La de, a la postre, convertirte en tu amigo. Existe una simbiosis final entre ambos personajes. Tomás hereda la valentía de Julián, la despreocupación, el arrojo, la dura coraza de los que nada tienen que perder. Julián, por su parte, interioriza esa infantilidad de Tomás, ese sentido pulcro de la vida. En realidad, la muerte es doble. En realidad, la vida es doble. 




NO HAGAS ESPERAR A LA MUERTE

Julián quiere morirse ya. Tomás y Paula quieren hacerle cambiar de opinión. Pero qué utilidad tiene. Julián ya ha muerto. Como en el teatro, comienza a quitarse capas de maquillaje hasta que lo que queda es sólo su piel. Ese es el momento de morir. Sin embargo, al querer morir, revive. Siente a su amigo más cerca que nunca. Restañan heridas. Tiene ansias de ver a su hijo (qué mirada y qué prestancia tiene Oriol Pla, actor que encarna al hijo de Julián. Un actor joven a tener muuuy en cuenta). Cierra todos los círculos que tenía abiertos. Pide todos los perdones que no había pedido. Besa los rostros que no había besado. Abraza los cuerpos que no había abrazado. Ya todo se ha cumplido. Y se ha cumplido como sólo Ricardo Darín podría hacer que se cumpliese. Digámoslo ya, sin tapujos: Darín es el mejor actor del planeta tierra en la actualidad. En su debe, tantos años en España le han minado un tanto ese mascullamiento del argentino, ese masticamiento golfo y sensible al tiempo. Pero, cómo no rendirse ante esa interpretación total, que va desde la mirada, el gesto, la voz, el posicionamiento del cuerpo. El apocamiento de una osamenta que pide tumba y que Darín lleva al extremo de parecer incluso enjuto y demacrado.
Ambos se lanzan a una especie de road movie en la que van cerrando etapas. En la que ambos mueren y también ambos comienzan a vivir de otra manera.
Truman es un alarde interpretativo fascinante. Gay consigue que no sea sensiblona (aunque a mí me hubiese gustado algo más de sensiblería, de sentimiento punzante, de romper a llorar. Pienso lo que hubiese sido esta película con dos actrices en vez de dos actores). Pero donde realmente se ve que ahí hay un director es en el final. Obviamente, no lo voy a contar, pero era muy difícil acabar esta película. Gay lo consigue con una secuencia que, no sé por qué, quizá por algo del subconsciente, a mí me recordó a Chaplin. No sé por qué. Sin embargo, Truman no sería lo mismo sin el asombroso montaje del argentino Pablo Barbieri, editor de películas como Relatos Salvajes o Un Cuento Chino. Un trabajo milimétrico y elegante como una cinta de seda desenrollándose en el aire. Un gozo que repercute en el calmo fluir de la película. 
Al final, la mirada de Cámara es de resignación y, por qué no decirlo, de cierto olvido. Había muerto y ha resucitado. Se había ido a despedir a un amigo y lo ha descubierto del todo. Es hora de vivir.

COROLARIO

Gay nos filma a nosotros. Nosotros, todos, pasaremos por lo que pasan Julián y Tomás. Eso, en el mejor de los casos. Pasaremos por ello de manera ineludible. Vale más irle abriendo el camino al dolor. De paso: gracias, Cesc Gay, por habernos encarnado en dos actores en estado de gracia.