miércoles, 29 de enero de 2014

Uníos y Venceréis (III)

MILAGRO EN MILÁN


Miracolo a Milano. Italia, 1951. 94 minutos. Dirección: Vittorio De Sica. Reparto: Francesco Golisano (Totó); Brunella Bovo (Edwige); Emma Gramatica (Madre de Totó); Guglielmo Barnabó (Empresario Mobbi); Paolo Stoppa (Rappi); Arturo Bragaglia (Alfredo); Erminio Spalla (Gaetano). Guión: Cesare Zavattini & Vittorio De Sicca, sobre la novela Totó el Bueno del propio Zavattini. Música: Alessandro Cicognini; Fotografía: G. R. Aldo; Montaje: Eraldo Da Roma. Dirección Artística: Guido Fiorini. Vestuario: Mario Chiari. Glorioso Blanco y Negro.  







De Sica: las cámaras, a la calle


Vittorio De Sica. Napolitano, romano, juerguista, bígamo, comprometido, solidario, excomulgado por la iglesia, entrañable, crudo, genial. Se dice que De Sica y Rossellini se encontraron un día por Roma y se preguntaron por los proyectos mutuos. Rossellini le esbozó lo que luego sería Roma, Ciudad Abierta. Un drama en toda regla sobre la invasión nazi de la capital italiana, y rodada en escenarios naturales. De Sica, por su parte, le anunció una historia sobre unos niños que son ingresados en un reformatorio. Luego sería la entrañable El Limpiabotas, cruel y determinista parábola sobre la sociedad italiana. Los historiadores del cine aseguran que con ese breve encuentro nació el Neorrealismo. Puede que sí y puede que no. Lo que es cierto es que la fusión de ambas películas daría como resultado el film neorrealista puro: escenarios naturales, más allá del maravilloso cartón piedra de Cinecittá; una montaña rusa de sensaciones contrapuestas, desde el drama puro al alivio tierno; y, sobre todo: un nuevo modelo de héroe: la hazaña es vivir. Por eso, el Neorrealismo, en el fondo, es una glosa de la desesperanza. 
De Sica, quizás el inventor de este género que se extendió por toda Europa (Berlanga coqueteó con él, aunque con matices), se destaca del resto de sus coetáneos en la elección de los personajes. A ello contribuyó su guionista de cabecera, Cesare Zavattini (el Azcona italiano), siempre preocupado por convertir en arte las vivencias de nuestro vecino de al lado, de ese pordiosero que pide limosna en los aledaños del Vaticano, del fontanero que ayer estuvo arreglando nuestra ducha, que goteaba. De Sica añadía una brutal manera de enfocar las películas: sin medias tintas. O crueles, o amables. O desesperadas o entrañables.

El sincretismo mítico

Milagro en Milán es, en sí, una unión de varios mitos (o realidades adornadas). Así, Totó, el protagonista, es encontrado entre coles, abandonado por sus padres, por una mujer disparatada y surrealista. No es la esposa del faraón, pero la escena recuerda a la historia de Moisés. Totó ordena soplar a los mendigos con los que convive para disipar el humo de las bombas lacrimógenas que les habían lanzado los antidisturbios. La escena recuerda definitivamente a las aguas del mar Rojo abriéndose para dejar pasar a los israelitas. Como Moisés, Totó une a su pueblo para alcanzar la tierra prometida. Totó (diminutivo de Salvatore, esto es, Salvador) también es una suerte de Jesucristo. En la película hay un traidor y un amigo que lo niega, y al que impide agredir a un sicario del empresario que ha adquirido las tierras en las que malviven los pobres. Una acción que recuerda a la del prendimiento de Jesús que nos narran los evangelios. Pedro le corta una oreja a Malco, criado de Caifás. Jesús le reprende: "Enfunda tu espada. Quién a hierro mata, a hierro morirá". El colmo del mesianismo lo encarna la paloma (otro símbolo cristiano) que Totó recibe en préstamo de su madre, que se le aparece en espíritu, y que es la panacea. Todo se puede conseguir con la paloma. Incluso, hilando fino, podemos interpretar a Totó como a un nuevo Prometeo, que roba el fuego de los dioses para dárselo a los humanos. 


Milagro en Milán, sin embargo, no es una película estrictamente religiosa. Es una especie de tesina sobre cómo De Sica considera la religión, que no es más que la unión de sensibilidades hacia un bien común, y no el credo que machaconamente, en Italia con más denuedo, intenta la Iglesia, así en mayúsculas, inocular en el pueblo. El boato y el poder (hay que recordar que poco antes de que se ruede la película el Vaticano había colaborado con los nazis) se oponen a la acción sobre el terreno, la empatía, la compasión y el cuidado de los menos favorecidos.
No obstante, Milagro en Milán muestra una curiosa vertiente esotérica, propia de un Napolitano como De Sica, aunque más sofisticada que las plasmadas por otros directores. Me refiero a la existencia de una dimensión paralela, desde la que se manifiesta su madre muerta, o los ángeles que la persiguen para recuperar la paloma que ha robado. En una escena, al principio de la película, Totó juega con una niña alrededor de una puerta aislada, plantada en medio de la nada, y recuerda a las puertas dimensionales, uno de los temas predilectos de los parapsicólogos de ayer, físicos cuánticos de hoy. 

La Utopía en Milán

Totó es un huérfano que, tras perder a su (extravagante y maravillosa) madre adoptiva, que le inculca unos valores que él luego pondrá en práctica, es internado en un orfanato. Al salir, deseoso de vivir y de ser útil, Totó se para a la entrada de la Ópera. Ve salir a los miembros de la burguesía. Aplaude entusiasmado. Mientras, un hombre le roba la maleta. Lo persigue, lo acorrala y observa que es un pordiosero. Se apiada de él. "A mí lo que me gusta es la maleta", le dice el hombre. Totó se la regala. El pordiosero le invita a dormir a su casa: una chabola en un paraje desierto, aberrante, inhumano, plagado de otras chabolas. Las gentes que allí moran son el lumpen. Decenas de personas sin nada, ni presente, ni futuro. Se arremolinan bajo un rayo de sol para calentarse. Desde el tren, los burgueses les tiran botellas vacías y les miran con asco. Ellos consideran ese tren como esa otra vida que quisieran llevar, tan lejos de allí... 
Como una manifestación de la divinidad, entre la basura aparece una estatua de una mujer, ajada, desconchada... pero es lo más bello que han visto en años. Se pelean por poseer la estatua. No creen en sí mismos. Son lobos para el prójimo. Totó media. Les da silbatos para que se los lleven a la boca cuando quieran gritar. El chico les proporciona algo que no tenían: autoestima. Se esfuerza en que aprendan a leer y sumar. En un detalle de guión maravilloso, renombran las "calles" y "plazas": la calle Mayor, por ejemplo, pasa a llamarse "5x5=25". Les proporciona educación, y con la educación, una nueva perspectiva vital. Les une. Consigue que trabajen codo con codo para adecentar el poblado. De Sica nos muestra una utopía, a semejanza de la de Thomas Moore, esto es, un lugar que se autorregula, en el que los antiguos manuales y códigos se destruyen y se crean unos nuevos y propios. 


Ese magma se solidifica cuando dos magnates visitan el poblado. Quieren edificar. Ambos representan el empresariado sin escrúpulos. 62 años han pasado y, ¿creen que la cosa ha mejorado mucho?


                                     

Los habitantes del poblacho se rebelan. Se unen contra los poderosos. Pero todo es fútil. Ahora son fuertes, orgullosos, pero también cándidos. Se dejan engatusar por uno de los empresarios. Lo visitan en su residencia. Se avergüenzan de no saber si el té se toma con leche o con limón. Se quedan estupefactos ante las demostraciones de poder del empresario que, por ejemplo, tiene a un criado colgado de la cornisa para que le vaticine el tiempo que hará. 

La ambición vil

Las cosas se tuercen aún más cuando en el poblado se descubre petróleo. Uno de los pordioseros acude al empresario para avisarle del hallazgo. Vuelve envuelto en un visón y con sombrero de copa. Ha traicionado a los suyos. Todo está perdido. El empresario, acompañado del ejército, acosa el poblacho. Es entonces cuando Totó recibe la paloma milagrosa de manos de su madre. Es una suerte de recompensa kármica: Él se ha desvivido por sus semejantes y ahora recibe el premio que merece. La paloma (que recuerda a la gallina de los huevos de oro, uno de los símbolos masones por excelencia, pero esa es otra historia...) es la panacea. Sólo con desearlo, propicia efectos milagrosos. Como la cascada de gags tan graciosos como entrañables que se sucede durante el "sitio" al poblado. 

                              

El ejército se retira. Pero la codicia se ha instalado en el poblacho. Tienen la oportunidad de salir juntos del atolladero, pero todos miran para sí. Uno pide un millón, otros dos millones, otro un millón de millón de millón de millón de millón de millón de millones. Han aprendido poco. A la mínima, han vuelto a ser los de antes. Totó, desesperado, pierde la paloma. Es el caos. 
Y ahí llega la nota amarga de la película. En realidad, casi todo en la película es amargo. De Sica no ve posibilidades, al menos en este mundo, de que los humildes se unan para cambiar las cosas. Es un canto nostálgico a una lucha que nunca será posible. Es la condición humana. Sólo en otra dimensión, "en un lugar dónde buenos días quiera decir de verdad buenos días" es posible la realización libre de una humanidad atada de pies y manos. En ese final, tan cándido como emocionante, y claramente copiado por Spielberg en E. T. , los desheredados del mundo se elevan por encima del Duomo. Desaparecen en el cielo... quizás hacia otra dimensión, la misma de dónde provenían todos sus sueños. 


                               

Corolario

Milagro en Milán es algo más que un cuento. Es una reflexión profunda de un hombre que comienza a cuestionarse el mundo tras la Segunda Guerra Mundial y que, en muchos aspectos, adelanta la situación que sufrimos hoy en día. De Sica busca la unión fraterna de los menos favorecidos, pero no la encuentra. Porque son humanos. Porque somos imperfectos. ¿Llegará el día? Seguro que sí. 
De Sica y Zavattini, conscientes de que su plato necesita azúcar, dibujan una serie de escenas cómicas que suavizan el crudo mensaje de la película y que convierten Milagro en Milán en una película entrañable, bella y que, aún en el fondo, nos empuja a ser diferentes. 

jueves, 23 de enero de 2014

Críticas (I): LA GRAN BELLEZA

La Grande Bellezza. Italia, 2013. 142 minutos. Dirección: Paolo Sorrentino. Reparto: Toni Servillo; Carlo Verdone; Sabrina Ferilli; Serena Grandi; Isabela Ferrari; Giulia Di Quilio. Guión: Paolo Sorrentino y Umberto Contarello. Música: Lele Marchiteli. Fotografía: Luca Bigazzi. Montaje: Cristiano Travaglioli. Premios: Globo de Oro a la mejor película de habla no inglesa. Cuatro premios en los Premios del Cine Europeo: Mejor Película; Mejor Director, Mejor Actor (Servillo); Mejor Montaje. Nominada al Óscar a la Mejor Película de Habla no Inglesa. Nominada al Goya a la Mejor Película Europea. 


Parece que el Ferragosto es productivo para los artistas italianos. Quedarse en Roma todo el mes de agosto, con la canícula a todo gas, debe de ser una experiencia tan al límite, que los cuerpos exudan todas las toxinas y se quedan como liberados, dispuestos para dejar que los sentidos tomen el mando. Las películas concebidas durante el Ferragosto son raras. Basta ver Querido Diario, de Nanni Moretti, extraordinaria película sobre un hombre solo en el verano romano que comienza a sufrir un prurito en un brazo y termina sufriendo cáncer. La Gran Belleza también tiene todos los ingredientes para calificarla de "película del Ferragosto". 
Yo estuve a punto de probar el Ferragosto. Me fui de Roma dos días antes de que comenzase agosto. Aún así, pude presenciar cómo se comportan los romanos en esa época del año tan romana. Caminan inseguros, como si estrenaran las piernas. Se detienen cada poco, en esas avenidas largas, que parecen terminar en otra dimensión. Se paran a la puerta de los cafés, de las heladerías, bajo los árboles. Los brazos se les desparraman a lo largo del tronco, como si quisieran desprenderse del cuerpo y vagar bajo el sol, que no es sol, sino otra estrella distinta a la que alumbra al resto del mundo. Y así transcurren los días hasta que, como dicen en la película, "comienza a llover a finales de agosto". 
Y es que La Gran Belleza es, sobre todo, una película sobre Roma escrita por un romano bajo el influjo, a veces pegajoso y brusco, del verano en la ciudad. Ay, la publicidad, qué estragos hace en el cine. Sorrentino se queja del turismo que atiborra Roma en verano (hay que estar mal de la azotea para ir en verano a Roma, os lo digo yo, que estoy mal de la azotea) y, sin embargo, fotografía como postales los lugares más turísticos de la ciudad. "Mata" a un japonés al comienzo de la película, y sin embargo uno de los personajes llega a decir "el auténtico romano es el turista". Qué sé yo, cosas veredes. La estrambótica y exagerada fiesta con la que arranca la acción, al ritmo de Para hacer bien el amor de la gran Raffaella, recuerda irresistiblemente un anuncio de una conocida marca de vermú hasta que, ¡caramba!, en un plano sale el logotipo enterito y enorme. Y luego en otro plano, y luego en otro... En fin, yo comprendo que para alquilar un ático frente al Coliseo y rodar ahí media película hay que tener pasta, pero un poquito más de discreción, Sorrentino. En todo caso, millones de personas pasan cada mes frente al ático en el que se ruedan las escenas de los despiporres que se monta el protagonista, y estoy seguro de que ni una ínfima parte conoce su existencia. Y es que Roma da esa sensación de una y múltiple, de recoveco, de laberinto, de trastienda. Se adivina que la ciudad esconde cosas. De hecho, parece que cada mañana aparecen calles y edificios nuevos, que hubieran construido durante la noche. Ese aspecto lo capta muy bien Sorrentino en esos largos paseos que da el protagonista, y que son epifanías continuas, el tronco de la película. Otro aspecto que desarrolla muy bien el director es el movimiento continuo que se despliega en Roma. En efecto, los romanos siempre parecen estar yendo a algún sitio, generalmente todos al mismo, y también da la sensación de que nunca logran llegar. "Me voy. Roma ha terminado por aburrirme", dispara uno de los personajes. 


Cuando terminó la película me dio la sensación de que me hubiese gustado mucho más leerla que verla. De hecho, La Gran Belleza tiene pasajes literarios de una calidad altísima, a la altura de Thomas Mann o del propio Celine, una de cuyas citas, un extracto de esa obra maestra de la literatura universal titulada Viaje al Fin de la Noche, abre la película. Me da la sensación de que Sorrentino quiso que La Gran Belleza fuese novela y no película, pero éso habría que preguntárselo a él. Desde luego, las imágenes no soportan gran parte de lo que quiere comunicar Sorrentino. Porque La Gran Belleza nos habla de ese momento, que muchos sufrimos alguna vez, en el que nos damos cuenta de que las cosas que amábamos ya no son bellas, ni tampoco las amamos, o simplemente las estimamos, y que se abre entonces un abismo ante nosotros por el que corremos el riesgo de caer. La única solución es cambiar, pero es tan difícil cambiar... Si la primera epifanía del ser humano es la de ver su imagen reflejada en un espejo, existe no obstante una segunda, que es comprobar que la espuma de los días se ha secado y el mar bate ahora tranquilo. Ese mar que Jepp Gambardella, el snob escritor y periodista romano que capitaliza el film (todo un tour de force del actor Toni Servillo, estupendo a lo largo de toda la película) observa cuando mira al techo de su lujoso apartamento, a modo de Capilla Sixtina de la decadencia.
Durante la proyección de la película, la inmortal Gymnopedie 1 de Satie me repiqueteó sin cesar en el cerebro. 


Y es que La Gran Belleza es una gigantesca gimnopedia. Siempre que escucho la pieza de Satie me viene a las mientes la añoranza de los momentos de gozo, en un futuro lejano, cuando ya los miembros no nos respondan y sólo funcione el cerebro, en el mejor de los casos. Y esa terrible decepción es la que inunda toda la película. Repleta de cincuentones y sesentones que se comportan como adolescentes, La Gran Belleza es una reflexión sobre en qué momento hemos perdido la capacidad de sentir placer, una de las grandes taras del género humano. 


Gambardella, un nuevo rico, que vive de una novela que escribió hace casi treinta años y de los artículos y entrevistas que realiza para una revista para pijos, sufre un auténtico cataclismo interior. Dispara dardos, humilla a sus amigos, a la gente que entrevista. Sólo mecanismos de defensa. Como un cáncer de alma, a Gambardella la vida ya no le sirve. La esperanza es vana. Sí, hay una luz en la película: la madura stripper, la fantástica Sabrina Ferilli. Es una posibilidad de recuperar el placer, pero es efímero. Está enferma y fallece justo cuando todo parecía reconducirse para Gambardella. 
La gran belleza. ¿Qué es la gran belleza? Esa búsqueda por parte del protagonista es la espina dorsal de la película. ¿Son los flamencos en emigración que, al final de la película, anidan en su terraza? ¿Es la carne en movimiento en sus desenfrenadas fiestas? ¿Es la juventud fresca y salvaje? ¿Es la estética? No. La gran belleza es, quizá, una bandada de estorninos que dibujan abecedarios en el cielo. O los pechos de tu primera novia, o el aroma de sus cabellos. Es, en definitiva, todos los "yos" que en el mundo han sido. Lo inasible que nos edifica a todos. Las "vibraciones" de las que habla la artista a la que entrevista Gambardella, y de la que se mofa. La gran belleza era aquello, pero ahora me doy cuenta.


                                     

Corolario
Pretendidamente Felliniana, no tanto en fondo como en estética (hay incluso planos calcados de 8 y Medio, La Dolce Vita o Roma), La Gran Belleza adolece, en mi opinión, de algo dramático para un director de cine: la imposibilidad de expresar en imágenes lo que quiere contar. Es por eso que es una película de una puesta en escena apabullante, pero flaquea por el lado narrativo. Le sobran unos veinte minutos, algo de petulancia e intelectualismo de manual. El guión se pierde un poquito, fluctúa, se reencuentra... En todo caso, es una película notable, que seguramente se lleve el Óscar, y que nos deja ahí, latente, la pregunta: ¿Es la vida que llevas la que quisieras llevar? En todo caso, a los diez minutos, a lo sumo, te dejas de hacer la pregunta. 

Corolario bis
Excepcional medida la de poner a mitad de precio la entrada a los cines todos los miércoles. Excepcional. En el pase al que asistí, éramos unas cuarenta personas cuando, en condiciones normales, o sea, el resto de días, apostaría a que no pasan de diez. Es una película en la que pasan cosas, no hay tiros ni explosiones, en fin, ya se sabe... Sin embargo, todo lo excepcional tiene su lado negativo: y en este caso es la pareja parlanchina. Al cine hay que ir hablado de casa. Hombre, no voy a pedir, como pensaba de (más) joven, que se abra una trampilla bajo el asiento y que se caigan a un foso lleno de cocodrilos pero, por favor, en pleno siglo XXI, ¿Cómo es posible que no exista un detector de "pesaos", un sensor que si se sobrepasan, no sé, dos comentarios en voz alta, active un par de mazas que golpeen en la cabeza a los individuos? Aunque sea uno de eso de plástico que hacen ñic ñic ñic. Es más: que sean uno de esos de plástico. Mejor aún. 



viernes, 17 de enero de 2014

Uníos y venceréis (II)

LOS SIETE SAMURAIS


Shichnin No Samurai. Japón. 1954. 207 minutos. Dirección: Akira Kurosawa. Reparto: Takashi Shimura (Kambei Simada); Toshiro Mifune (Kikuchiyo); Keiko Tsushima (Shino); Daisuke Kato (Shichiroji); Isao Kimura (Katsushiro); Minoru Chiaki (Heichachi); Seiji Miyaguchi (Kyuzo); Kamatari Fujiwara (Granjero Manzo); Yoshio Kosugi (Granjero Mosuke); Yoshio Tsuchiya (Granjero Rikichi). Guión: Akira Kurosawa; Shinobu Hashimoto y Hideo Oguni, inspirado en la tragedia de Esquilo Los Siete Contra Tebas. Música: Fumio Hayasaka. Fotografía: Asakazu Nakai. Montaje: Akira Kurosawa. Dirección Artística: So Matsuyama. Vestuario: Kohei Ezaki y Mieko Yamaguchi. Glorioso Blanco y Negro. 






Maestro Kurosawa














Sin Shakespeare, John Ford o Dashiel Hammett no existiría Kurosawa. Sin Kurosawa, no existirían Scorsese, Spielberg, Sergio Leone, o, sobre todo, Tarantino y Peckinpah. Kurosawa fue un director de cine que quería ser pintor. Kurosawa fue un director de cine que quería ser americano. No consiguió ninguna de las dos cosas de manera absoluta. Sin embargo, ver sus películas es como entrar en una pinacoteca. Cada plano es una pintura. Perfeccionista hasta el paroxismo, Kurosawa no tenía reparos en, por ejemplo, hacer levantar el tejado de una casa para rodar una escena porque le ocultaba la luz que él consideraba idónea. La luz, los gestos, los silencios... la técnica pictórica de Kurosawa es proverbial. Tampoco consiguió ser un director "americano". En sus orígenes, el gobierno japonés lo utilizó como director propagandístico. Cuando pudo deshacerse de ese lastre, comenzó a rodar películas que él creía de estética y temática occidentales. Erraba: Kurosawa es el más japonés de los directores japoneses. Fue él, paradójicamente, el que influyó en multitud de directores americanos. Su sentido del antihéroe, del perdedor, de la violencia tremebunda, pero contenida, y el estudio psicológico de sus personajes lo hizo inmortal. 

El miedo llega de las montañas

Me enamoré de Los Siete Samurais gracias a la gripe. La había visto con anterioridad, pero el ligero abotargamiento que produce la fiebre, la confortabilidad de una manta, la casa en calma, y el desarrollo de la acción, que deviene en torrente, crearon una impresión en mí de estar ante una obra maestra inconmensurable. Nunca la he vuelto a ver con aquellos ojos. Os puedo asegurar que a las tres horas y media estaba como nuevo. 
Claro, una película que empieza como empieza Los Siete Samurais es como para curar a cualquiera. Amanece. La luz tenue del nuevo día. En ella, como los jinetes del apocalipsis, unos hombres a caballo rompen la calma de la mañana. Los cascos golpean la tierra como morteros. Corte a un plano cenital de una aldea. Elipsis. Los aldeanos, en el paroxismo de la humillación, se lamentan del saqueo. Quieren rendirse. Ya es la enésima vez que los ladrones arrasan su pueblo y se llevan la cosecha. Se dicen cosas terribles. Una mujer dice "Lo mejor sería entregarles toda la cosecha y luego suicidarnos". En el silencio, un hombre dice: "Luchemos". 


Quizá alguno de vosotros no ha visto Los Siete Samuráis, pero seguro que muchos habéis visto su dignísimo remake: Los Siete Magníficos. En la obra de John Sturges, se cambia Japón por Méjico y a los samurais por pistoleros en horas bajas. Sin embargo, no resiste comparación con la obra de Kurosawa. El maestro japonés penetra en la psicología de sus personajes como si trepanara sus cráneos con un berbiquí. Cada escena, nueva información. Primerísimos planos, rostros de humillación, de terror, de angustia, de orgullo, de rabia. El progreso de los personajes es continuo. El ritmo, trepidante.
El terror de los aldeanos es absoluto. Se ven impotentes para combatir a los ladrones. Se consideran despojos. Estiman que es el destino y nadie puede cambiarlo. Una maldición kármica. Sólo dos soñadores creen que pueden luchar. Es más: creen que pueden vencer. El anciano de la aldea recuerda que hace muchos años ocurrió una situación similar. La solución fue contratar a unos samurais. Pero eran otros tiempos. El pueblo era más rico. Ahora, no tienen nada que ofrecer. Aún así, lo intentan. Comienza una peregrinación por la ciudad en busca de algún samurai en decadencia que, por unos granos de arroz, quiera ayudarles a acabar con los ladrones.


Y, entonces, Kurosawa se saca del magín casi una hora del mejor cine de todos los tiempos. Han convencido a un samurai veterano. Ahora, es el momento de seleccionar a los otros seis. Cómo está rodado todo ese proceso. Qué gozo para los sentidos. Kurosawa, él mismo descendiente de samurais, diseña una planificación magistral, dominada por su famoso teleobjetivo: planos hiperlargos en los que el personaje ocupa el centro de la acción. Trepidante, emocionante, es realmente conmovedor presenciar cómo aquellos hombres pobres, acabados, vacilantes, pero valientes, consiguen reclutar a siete samurais. Comienza la segunda parte de la película.

El temor a lo extraño

A Kurosawa se le consideró un director comunista. Él lo negó siempre. Más bien, es el director del ser humano en soledad, en una sociedad que no le entiende y a la que no entiende pero que, tras un proceso de epifanías, termina por aceptar para aliviar su agonía. Vivir, esa obra maestra sin parangón, es el mejor ejemplo del individuo que sólo adquiere sentido en sociedad. Así es también con Los Siete Samurais. Los samurais son como zombis que pululan por la ciudad, pordioseros en un mundo hostil. Los aldeanos, por su parte, les piden un sacrificio casi intolerable. De hecho, en una de las escenas del reclutamiento, uno de los samurais le dice a uno de los aspirantes: "Es posible que mueras". Saben que es su última oportunidad, pero necesitan redimirse. Necesitan, quizá morir, para seguir viviendo. Esperan el dulce triunfo de los perdedores. De hecho, al final de la película tan sólo sobreviven tres.
Sin embargo, cuando llegan al pueblo, todo son recelos. Es el pánico a lo extraño, al extranjero, el que paraliza a muchos de los campesinos. Alguno, incluso, obliga a sus hijas a cortarse el pelo y vestir como hombres para que los samurais no intenten seducirlas. Es una doble tarea: mitigar ese pánico y ejercitar a los campesinos. Dotarlos de coraje. Hacerles ver que unidos, pueden tener una oportunidad de triunfo.
El mundo que Kurosawa dibuja en Los Siete Samurais es un mundo descarnado, injusto, depravado. Sin embargo, la unión (aunque interesada por parte y parte, y egoísta en muchos sentidos) del pueblo termina por aportar una pincelada de justicia, aunque efímera. Y lo hace tras un final apoteósico, con una batalla que pasa a la historia por su planificación y su ritmo. Si ven por primera vez la película, cuenten los planos de esa secuencia final y su perfección. Al final, la victoria es pírrica, pero victoria.

Corolario

Los Siete Samurais es la mejor forma de reconciliarse con el cine. Kurosawa, que escribió un guión de 500 páginas, con diálogos para cada personaje, la forma en que se comporta, cómo viste, cómo habla y cómo se relaciona con su entorno, pone en escena toda una catarsis, una obra inconmensurable. De aventuras, sí, desde luego, pero que cuenta tantas cosas...

viernes, 10 de enero de 2014

Uníos y venceréis

Introducción

Detesto el mal llamado cine político, mejor llamado cine ideológico. Yo, que soy una persona radical en mi planteamiento vital, rechazo los maniqueísmos en la pantalla. Prefiero, no obstante, las películas que sugieren, que dejan un poso de rebeldía aún sin pretenderlo, que nos hacen creer que nosotros, timoratos, inseguros y, en ocasiones, insensibles, podemos intentar cambiar las cosas. Son películas de outsiders que se unen con otros outsiders y que juntos se enfrentan, y a veces derrotan, a alguien más poderoso o, simplemente, al alguien canónico, aceptado por una sociedad en ocasiones desnaturalizada. Esas son las películas que nos emocionan, en las que creemos, y que nunca morirán.

FREAKS (LA PARADA DE LOS MONSTRUOS)

Freaks. 1932. EEUU. 65 minutos. Dirección: Tod Browning. Intérpretes: Olga Baclanova (Cleopatra); Henry Victor (Hércules); Wallace Ford (Phroso); Leila Hyams (Venus); Roscoe Ates (Roscoe); Harry Earles (Hans); Daisy Earles (Frida); Rose Dione (Madame Tetrallini); Daisy y Violet Hilton (Siamesas); Schlitze (Schlitze); Josephine Joseph (Mitad hombre-mitad mujer); Johnny Eck (Medio Chico); Frances O'Connor (La chica sin brazos); Peter Robinson (El esqueleto humano); Olga Roderick (Mujer Barbuda); Koo Koo (Koo Koo); Prince Randian (Hombre Oruga); Martha Morris (Chica sin Brazos 2); Elvira Snow (Zip); Jenny Lee Snow (Pip); Elizabeth Green (La Mujer Pájaro). Guión: Clarence Aaron Robbins; Willis Goldbeck; Leon Gordon; Charles MacArthur & Edgar Allan Woolf. Fotografía: Merritt B. Gerstad. Montaje: Basil Wrangell. Dirección Artística: Cedric Gibbons & Merrill Pye. Glorioso Blanco y Negro. 





Recuerdo haber visto Freaks (mal llamada La Parada de los Monstruos en España) en unas Jornadas Culturales del Campus de El Milán. Nos saltábamos las clases de Lexicografía o Generativa para coger un buen sitio en el salón de actos. Aquello se llenaba, igual que la cafetería por las mañanas (otro día hablaremos de la orientación de los estudios de Humanidades para que el 60% de los matriculados faltara con frecuencia a clase). Convenía hacerse con un sitio entre las primeras filas, porque el salón de actos no tenía desnivel y las películas se proyectaban en un televisor de tamaño mediano, muchas veces a contraluz. En el caso de Freaks, la copia era una grabación de televisión, todo lo más que no estaba editada en España. No sé quién fue el responsable de programarla, pero desde aquí mi gratitud. Porque Freaks cambió mi concepción del cine y, sin exagerar, diría que de la vida. Moderna, terriblemente moderna. Morbosa. Inquietante. Trepidante. Y con un mensaje apabullante.

¿Son de verdad?

Todos nos preguntábamos si aquellos engendros eran de verdad o simplemente un (magistral) truco de Tod Browning, una suerte de David Lynch de los años 20 y 30. 


Seguramente eso es lo que ustedes se preguntarán si la ven por primera vez. No darán crédito a sus ojos. Han pasado 82 años desde que se rodara la película. El mundo ha cambiado de manera brutal, pero no tanto las mentalidades. Nuestro cerebro aún se resiste a creer que estos seres existan. Pero existen. La mayoría del elenco procedía de los Freak Shows de los circos Barnum o Bailey. Por ejemplo, Johhny Eck, el hombre si piernas que se desplaza impulsándose con los brazos, solía hacer un número acompañado por la rata más grande del mundo. Schlitze, la mujer microcefálica, era en realidad un hombre. Tuvieron que ponerle un vestido (y así hacerlo pasar por mujer) por razones higiénicas, todo lo más que no era capaz de dominar sus esfínteres. Prince Randian, el hombre oruga que carece de extremidades, tomó por costumbre durante el rodaje acechar al resto del elenco en rincones del plató y asustarles hasta el escalofrío apareciendo de improviso. 
Conozco a mucha gente a la que Freaks le repugna. Es algo visceral, más allá de la razón. Algo así sintió la actriz rusa Olga Baclanova, la tercera opción de Browning para el papel de Cleopatra (Mirna Loy y Jean Harlow habían rechazado el papel espantadas por lo que allí habían leído). Se dice que Baclanova se desmayó al serle presentado el elenco con el que iba a rodar. Tras una sesión de terapia de Browning, la actriz consiguió mantener el tipo, pero fue incapaz de mirar a la cara a sus compañeros durante todo el rodaje. Algo que transpira en la película, y que la dota de una tensión extra. 

Una locura

Los directivos de la Metro estuvieron a punto de desechar el proyecto. Aquello era demasiado horrible, más de lo que habían pensado después de escuchar a Browning desarrollar la sinopsis. No detectaron el lirismo que envuelve a la película, la nostalgia de un mundo que había sido el del propio director. Tod Browning había trabajado varios años en un circo como payaso y contorsionista. Freaks es un recuerdo a su paraíso perdido, pero también una suerte de sarcástica venganza contra los maltratos de los dueños del circo y de sus adláteres. Un canto a la fuerza de los débiles para alcanzar su lugar en el mundo, aunque éste sea efímero. 
Tras muchas vicisitudes, Freaks se estrenó el 28 de enero de 1932 en el teatro Fox de San Diego. Era una versión en bruto, con la extensión intacta. Fue un revuelo tremendo. Hubo desmayos, clamor de indignación e, incluso, una mujer demandó a la productora aludiendo que había sufrido un aborto prematuro tras la visión de aquellas "monstruosidades". El morbo y, sin duda, la calidad del film, provocaron llenos diarios en el Fox. Sin embargo, cuanto más público veía Freaks, más crecía la repulsa hacia la película. Tanto, que la Metro decidió cortar 35 escenas. La versión que hoy podemos ver es una versión capada. Poco se sabe de las secuencias eliminadas. La original sólo se pudo presenciar durante aquellos siete días de locura en la ciudad californiana.
La película fue prohibida en varios países. En el Reino Unido no se estrenó hasta 1963. Aún hoy, aunque se pueda proyectar con libertad en EEUU, técnicamente sigue prohibida en varios estados, puesto que la legislación no ha variado desde hace 82 años. 



Una confederación de freaks

Pero, ¿qué cuenta Freaks? Un dato: la revista Premiere llegó a calificarla como "una de las 25 películas más peligrosas de la historia". Muy significativo. No tanto por los efectos físicos y viscerales que puede provocar, y que en su estreno incluso afectaron a la salud de los espectadores, sino porque Browning hace que los freaks, desechos humanos para muchos de sus contemporáneos, sientan, padezcan, sufran, tengan sentimientos... y sean capaces de unirse. Una revolución. Cabe recordar que en 1904, sólo 28 años antes del estreno de la película, los Juegos Olímpicos se celebraron en San Luís. Al término de las competiciones convencionales, que duraron seis meses (!), se organizó una escabrosa competición paralela sólo para negros e indios americanos. El estadio se llenaba para humillar a aquellos seres considerados, no sólo inferiores, sino también vencidos y domeñados, desamparados por aquel dios que determinaba cada acción del ciudadano medio americano y blanco. El elenco de Freaks recordaba a aquella competición paralela de San Luís 1904. El público acudía a la sala con la intención de mofarse de aquellos engendros. Pero la película contaba una cosa muy distinta.
Cleopatra, la trapecista del circo, y Hércules, el forzudo, se confabulan tras descubrir que Hans, perdidamente enamorado de la rubia, posee una enorme fortuna. Ella usa su belleza para engatusarlo y casarse con él, mientras que junto a Hércules planea envenenar al enano y así heredar su fortuna. Juntos, luego, huirían del circo. Sin embargo, Frieda, la prometida de Hans (en la vida real eran hermanos), descubre la jugada. Intenta abrirle los ojos a su amado, pero de manera inútil. Hans y Cleopatra se casan. Estamos en el banquete de bodas.

One of us!

Es un banquete pantagruélico. Se beben ríos. Cleopatra, borracha, humilla en público a Hans. Pero el momento culminante llega cuando, en plena efervescencia, desprecia a los freaks, que se disponen a aceptarla como una más, dentro de su logia, de su confederación de outsiders. La escena es memorable.


El horror se dibuja en el rostro de Olga Baclanova. Hay que recordar que durante el rodaje, los freaks eran obligados a comer solos, fuera del set, alejados de los actores "normales". Esta escena posee esa fuerza de las entrañas en ebullición. Es más que ficción. Es realidad. 
El desprecio de Cleopatra desata la furia de los freaks. Claman venganza. Preparan su desquite. De manera subrepticia diseñan el plan para acabar con Hércules y Cleopatra. Son más fuertes. Pero ellos son más. En un alarde de ritmo, Browning nos muestra cómo aquellos seres, que para sus contemporáneos no eran más que objetos deformes y desalmados, manejan los resortes de la venganza. El director se había esforzado hasta ese momento en dibujar sus personajes con un lirismo extremo, como seres bellos, tiernos, entrañables. Ahora, también son solidarios. 

El final es antológico. Con una precisión técnica inaudita, Browning filma a los freaks asaltando la caravana de Cleopatra y Hércules. De fondo, sólo la lluvia y los truenos. Son dos minutos que pasan a la historia de las escenas más impresionantes de todas las épocas.


Los freaks se deslizan, acechan. A menudo, creo que no es real, que sólo es la pesadilla de los dos malhechores, atormentados por su crimen. Así los dibuja Browning. Son seres irreales, surgidos de otra dimensión. Matan a Hércules y de Cleopatra... bueno, tendrán que ver la película para saber qué es de ella. 

Corolario

Freaks NO es una película de terror. Es un himno a la unión de los débiles. Es como si todos los humillados del mundo se levantaran en armas. Es como pegar al abusón de clase. Es una obra maestra inmortal. 

viernes, 3 de enero de 2014

Películas para No Creer en la Navidad III

El Apartamento


The Apartment. EEUU, 1960. Dirección: Billy Wilder. Intérpretes: Jack Lemmon (CC Baxter // Buddy); Shirley MacLaine (Fran Kubelik); Fred MacMurray (Jeff D. Sheldrake); Jack Kruschen (Doctor Dreyfuss); Naomi Stevens (Mrs. Dreyfuss); Ray Waltson (Joe Dobisch); David Lewis (Al Kilkerby). Guión: Billy Wilder & IAL Diamond. Música: Adolph Deutsch; Fotografía: Joseph LaShelle; Montaje: Daniel Mandell. Dirección Artística: Alexandre Trauner. Glorioso Blanco y Negro.




Se me hace muy complicado escribir sobre El Apartamento. La he visto decenas de veces y, ya se sabe, cuando esto ocurre uno se mimetiza con la película y ya no ve más allá. La obra maestra, no ya de Billy Wilder, sino de la historia del cine, me tiene un poco perplejo. Y es que me identifico con ella. Me destroza los esquemas. Porque, verán, si no han tenido el enorme gozo de ver El Apartamento, sepan que los personajes principales son, a saber: un idiota pusilánime que se deja humillar sin piedad; una manipuladora que elige estratégicamente a sus amantes; un jefe sin empatía con su entorno, que aplasta cualquier sentimiento de los que le rodean; y una panda de hijos de perra, dados a la corrupción, con un único principio: conseguir lo que quieren a cualquier precio. Ese es el elenco y, sin embargo, creo que no hay película más fascinante, más romántica y más bella en la historia del cine.

¿Qué diablos tiene El Apartamento que nos engatusa? Yo he hecho muchas pruebas con esta película. Ponérsela a un compañero que detesta(ba) el cine. Se la tragó sin pestañear. Incluso se acurrucó en el sofá. Recomendársela a un amigo para que viera algo "clásico". Le entusiasmó. Hagan la prueba: véanla sin sonido: se entiende todo (prueba de que el guión es gigantesco y las interpretaciones fuera de lo común). Hagan otra prueba: vayan al baño durante la proyección. Cuando vuelvan, deberán preguntar aquello de: "¿Qué pasó?" Quizá sea ese ritmo endiablado, típico de Wilder, quizá que subrepticiamente El Apartamento habla de nosotros, de nuestros fracasos, de nuestros anhelos. Quizá la historia de Buddy y la Señorita Kubelik la hayamos vivido tantas veces en diferentes formas...

Una vida de perros


El Apartamento es, si le quitamos todas sus capas, una historia de amor. Se ha dicho muchas veces de Wilder que hizo un cine despiadado, sin esperanza, áspero y sin licencia para el romanticismo. Yo no lo veo así. Sólo que Wilder creía en otro tipo de amor. Todo el mundo sabe que la mejor escena romántica de la historia del cine la grabó Wilder en Primera Plana. Y es ésta:



La cosa es sencilla: CC Baxter, el penúltimo mico en una compañía de seguros (todo un sardonismo, puesto que sus responsables son de la peor calaña), está enamorado de la ascensorista de la compañía, la Señorita Kubelik. Pero, claro, ella lo ve como un mindundi. Prefiere acostarse con el director general de la empresa, que le pone los cuernos a su mujer sin miramientos. De hecho, todo el mundo engaña a sus esposas. Y, ¿dónde lo hacen? En el apartamento del panoli de Baxter. La mayor parte del tiempo en su trabajo lo emplea en diseñar los turnos. Lo hace, primero, porque teme a sus superiores. Luego, porque se considera un perdedor que ve en su autohumillación una oportunidad para medrar en la empresa, para conseguir un puesto algo menos alienante. 


Baxter es el prototipo de currante que nunca levanta la palabra, al que todo le parece bien y para el que el empresario siempre tiene razón porque, por lo menos, le paga. Algo que me hace recordar una pintada que vi anteayer en la tele. La pieza mostraba las reivindicaciones de los trabajadores de una empresa asturiana. En el suelo, con pintura azul, se leía: "Queremos trabajar y cobrar". Me pareció tan simple y a la vez tan gráfico del grado de humillación al que nos han llevado... En fin, volviendo a Baxter, su anhelo es abrirse las carnes ante los jefes para que le otorguen un pequeño ascenso. Pero no lo hace sólo por satisfacción propia, sino porque con ese ascenso cree que puede conquistar a la señorita Kubelik. Una estrategia inocente de un tipo simple, quizás el más simple de los que haya creado Wilder. Por eso, seguramente, llega a tanta gente. Sin embargo, Fran Kubelik, polaca, fría, manipuladora, tan sólo le da unas ínfimas esperanzas tras discutir con Sheldrake, el director de la compañía, con quien está liada. Él le pide esperar para divorciarse de su mujer y ella, despechada y viéndose segundo plato, se cita con Baxter para ver The Music Man. Luego le planta. Se ha arreglado con su amante. Nueva humillación.

Una Navidad de pena

El Apartamento se desarrolla durante la Navidad de 1959. Pero es una Navidad patética. Me gusta cómo Wilder despoja a sus personajes de pasado y de futuro. Son gente sin familia, sin relaciones, que parecen haber salido de la nada. Wilder no quiere que el espectador justifique comportamientos o planteamientos vitales con herencias genéticas. Todo un ataque de un austriaco ilustre, el propio Wilder, a otro austriaco ilustre, Freud. Wilder coqueteó con el Freudanismo, pero se hartó rápido. Baste recordar el personaje del psicoanalista austriaco que visita al condenado a muerte en Primera Plana, y al que acaban volándole los genitales de un disparo fortuito. 
El nudo gordiano de la película está en Nochebuena y Nochevieja. Es Nochebuena. Tras la fiesta de Navidad de la empresa, Baxter descubre que su amada está liada con el jefe (en un hallazgo de guión, Baxter se mira en el espejo roto que le presta la señorita Kubelik, y que él mismo había encontrado por la mañana en su apartamento). Baxter se sienta, borracho, a la barra de un garito. Todo es deprimente. Incluso Santa Claus entra, con varias copas encima, tras haber aparcado el trineo en doble fila. Baxter cuenta los Martinis haciendo un círculo con las aceitunas ensartadas en un palillo. Una solitaria, como él, intenta atraer su atención. Como un Cupido de cuarta, en vez de flechas le lanza pajitas. Todo en esa escena es decadente. 


Personas solitarias, que dedican canciones por una copa de ron (qué gran frase, siempre quise decírsela a alguien alguna vez). Una Nochebuena que se complica aún más. La señorita Kubelik, que se siente despreciada por Sheldrake, intenta suicidarse en el apartamento de Buddy. La ascensorista trata de quitarse la vida con una sobredosis de medicinas. Como si fuera una pócima mágica, tras sobrevivir, la señorita Kubelik cambia. Parece que las medicinas no la han matado, pero sí le han curado el alma. En un juego de equívocos típico de Wilder, el hermano de Fran Kubelik le propina un puñetazo a Buddy tras confundirle con Sheldrake. El mandoble (que es de verdad; basta ver la cara de lelo que se le queda a Jack Lemmon después), también transforma a Baxter. Es como si la sociedad, áspera y degradada, hubiera sacado lo peor de sí misma para salvar a los dos. En Nochevieja, la señorita Kubelik, obsesionada con conseguir, no ya quedarse con el director general, sino destrozar su familia, una cuestión de orgullo, vuelve a quedar con Sheldrake. Le quiere dar una enésima oportunidad. Mientras, Baxter empieza a empaquetar sus cosas. Deja el apartamento, una casa que recuerda a las de las películas de terror (no hay una buena película de terror sin una casa, desde El Exorcista a El Resplandor). Revolviendo en los cajones, encuentra un revólver. Lo blande. Juguetea con la idea del suicidio. Pero ahora hay alguien en este mundo despiadado que lo necesita: Fran Kubelik. De manera paralela, como en una epifanía, ella se da cuenta de lo mismo. Dos personas que quieren una nueva oportunidad en la vida, se necesitan mutuamente. Planta a Sheldrake y, en quizá la escena más hermosa de la historia del cine (dura sólo dos segundo pero, ¿cómo diablos está rodado éso?), corre hacia esa nueva vida.


                                   

Baxter le declara su amor. Pero no es un final feliz. Es, tan sólo, un final. Wilder los deja allí, solos, jugando a las cartas. No cree que estén hechos el uno para el otro. Pero, al menos esa Nochevieja, habrán vuelto a empezar.

Corolario

El Apartamento es una de las más grandes películas de todas las épocas, porque habla de tantas cosas... y además las cuenta Billy Wilder. El propio Wilder señaló que la idea la había sacado de otra obra maestra, Breve Encuentro, de David Lean, en la que una pareja que se conoce en una estación de tren (a ella le entra una carbonilla en el ojo y él se la saca) utiliza el apartamento de un amigo para sus encuentros íntimos. Parece demasiado bonito. Tony Curtis declaró en su día que Wilder empezó a escribir El Apartamento al observar cómo se las ingeniaba para acostarse con su infinidad de amantes durante el rodaje de Con Faldas y a lo Loco. Sabiendo como se las gastaba Wilder, ésta es la versión más plausible. En todo caso, es cierto que el genio austriaco concibió El Apartamento como una película mucho más banal. Cuando le ofreció a Fred MacMurray el papel de Sheldrake, le dijo que era una película sobre "f----r". De hecho, el primer título que manejó fue ¿Quién ha dormido en mi cama? y, socarronamente, había localizado una apartamento en la calle 69 de Nueva York para rodar interiores (luego se rodaron en estudio). Afortunadamente para Wilder y para el cine, el guión se fue escribiendo sobre la marcha, y esa frescura, esa modernidad, recorre toda la película como una corriente telúrica. Por eso, quizá, nos engatusa. Porque habla de nosotros, de todos los "nosotros" de la historia.