miércoles, 29 de enero de 2014

Uníos y Venceréis (III)

MILAGRO EN MILÁN


Miracolo a Milano. Italia, 1951. 94 minutos. Dirección: Vittorio De Sica. Reparto: Francesco Golisano (Totó); Brunella Bovo (Edwige); Emma Gramatica (Madre de Totó); Guglielmo Barnabó (Empresario Mobbi); Paolo Stoppa (Rappi); Arturo Bragaglia (Alfredo); Erminio Spalla (Gaetano). Guión: Cesare Zavattini & Vittorio De Sicca, sobre la novela Totó el Bueno del propio Zavattini. Música: Alessandro Cicognini; Fotografía: G. R. Aldo; Montaje: Eraldo Da Roma. Dirección Artística: Guido Fiorini. Vestuario: Mario Chiari. Glorioso Blanco y Negro.  







De Sica: las cámaras, a la calle


Vittorio De Sica. Napolitano, romano, juerguista, bígamo, comprometido, solidario, excomulgado por la iglesia, entrañable, crudo, genial. Se dice que De Sica y Rossellini se encontraron un día por Roma y se preguntaron por los proyectos mutuos. Rossellini le esbozó lo que luego sería Roma, Ciudad Abierta. Un drama en toda regla sobre la invasión nazi de la capital italiana, y rodada en escenarios naturales. De Sica, por su parte, le anunció una historia sobre unos niños que son ingresados en un reformatorio. Luego sería la entrañable El Limpiabotas, cruel y determinista parábola sobre la sociedad italiana. Los historiadores del cine aseguran que con ese breve encuentro nació el Neorrealismo. Puede que sí y puede que no. Lo que es cierto es que la fusión de ambas películas daría como resultado el film neorrealista puro: escenarios naturales, más allá del maravilloso cartón piedra de Cinecittá; una montaña rusa de sensaciones contrapuestas, desde el drama puro al alivio tierno; y, sobre todo: un nuevo modelo de héroe: la hazaña es vivir. Por eso, el Neorrealismo, en el fondo, es una glosa de la desesperanza. 
De Sica, quizás el inventor de este género que se extendió por toda Europa (Berlanga coqueteó con él, aunque con matices), se destaca del resto de sus coetáneos en la elección de los personajes. A ello contribuyó su guionista de cabecera, Cesare Zavattini (el Azcona italiano), siempre preocupado por convertir en arte las vivencias de nuestro vecino de al lado, de ese pordiosero que pide limosna en los aledaños del Vaticano, del fontanero que ayer estuvo arreglando nuestra ducha, que goteaba. De Sica añadía una brutal manera de enfocar las películas: sin medias tintas. O crueles, o amables. O desesperadas o entrañables.

El sincretismo mítico

Milagro en Milán es, en sí, una unión de varios mitos (o realidades adornadas). Así, Totó, el protagonista, es encontrado entre coles, abandonado por sus padres, por una mujer disparatada y surrealista. No es la esposa del faraón, pero la escena recuerda a la historia de Moisés. Totó ordena soplar a los mendigos con los que convive para disipar el humo de las bombas lacrimógenas que les habían lanzado los antidisturbios. La escena recuerda definitivamente a las aguas del mar Rojo abriéndose para dejar pasar a los israelitas. Como Moisés, Totó une a su pueblo para alcanzar la tierra prometida. Totó (diminutivo de Salvatore, esto es, Salvador) también es una suerte de Jesucristo. En la película hay un traidor y un amigo que lo niega, y al que impide agredir a un sicario del empresario que ha adquirido las tierras en las que malviven los pobres. Una acción que recuerda a la del prendimiento de Jesús que nos narran los evangelios. Pedro le corta una oreja a Malco, criado de Caifás. Jesús le reprende: "Enfunda tu espada. Quién a hierro mata, a hierro morirá". El colmo del mesianismo lo encarna la paloma (otro símbolo cristiano) que Totó recibe en préstamo de su madre, que se le aparece en espíritu, y que es la panacea. Todo se puede conseguir con la paloma. Incluso, hilando fino, podemos interpretar a Totó como a un nuevo Prometeo, que roba el fuego de los dioses para dárselo a los humanos. 


Milagro en Milán, sin embargo, no es una película estrictamente religiosa. Es una especie de tesina sobre cómo De Sica considera la religión, que no es más que la unión de sensibilidades hacia un bien común, y no el credo que machaconamente, en Italia con más denuedo, intenta la Iglesia, así en mayúsculas, inocular en el pueblo. El boato y el poder (hay que recordar que poco antes de que se ruede la película el Vaticano había colaborado con los nazis) se oponen a la acción sobre el terreno, la empatía, la compasión y el cuidado de los menos favorecidos.
No obstante, Milagro en Milán muestra una curiosa vertiente esotérica, propia de un Napolitano como De Sica, aunque más sofisticada que las plasmadas por otros directores. Me refiero a la existencia de una dimensión paralela, desde la que se manifiesta su madre muerta, o los ángeles que la persiguen para recuperar la paloma que ha robado. En una escena, al principio de la película, Totó juega con una niña alrededor de una puerta aislada, plantada en medio de la nada, y recuerda a las puertas dimensionales, uno de los temas predilectos de los parapsicólogos de ayer, físicos cuánticos de hoy. 

La Utopía en Milán

Totó es un huérfano que, tras perder a su (extravagante y maravillosa) madre adoptiva, que le inculca unos valores que él luego pondrá en práctica, es internado en un orfanato. Al salir, deseoso de vivir y de ser útil, Totó se para a la entrada de la Ópera. Ve salir a los miembros de la burguesía. Aplaude entusiasmado. Mientras, un hombre le roba la maleta. Lo persigue, lo acorrala y observa que es un pordiosero. Se apiada de él. "A mí lo que me gusta es la maleta", le dice el hombre. Totó se la regala. El pordiosero le invita a dormir a su casa: una chabola en un paraje desierto, aberrante, inhumano, plagado de otras chabolas. Las gentes que allí moran son el lumpen. Decenas de personas sin nada, ni presente, ni futuro. Se arremolinan bajo un rayo de sol para calentarse. Desde el tren, los burgueses les tiran botellas vacías y les miran con asco. Ellos consideran ese tren como esa otra vida que quisieran llevar, tan lejos de allí... 
Como una manifestación de la divinidad, entre la basura aparece una estatua de una mujer, ajada, desconchada... pero es lo más bello que han visto en años. Se pelean por poseer la estatua. No creen en sí mismos. Son lobos para el prójimo. Totó media. Les da silbatos para que se los lleven a la boca cuando quieran gritar. El chico les proporciona algo que no tenían: autoestima. Se esfuerza en que aprendan a leer y sumar. En un detalle de guión maravilloso, renombran las "calles" y "plazas": la calle Mayor, por ejemplo, pasa a llamarse "5x5=25". Les proporciona educación, y con la educación, una nueva perspectiva vital. Les une. Consigue que trabajen codo con codo para adecentar el poblado. De Sica nos muestra una utopía, a semejanza de la de Thomas Moore, esto es, un lugar que se autorregula, en el que los antiguos manuales y códigos se destruyen y se crean unos nuevos y propios. 


Ese magma se solidifica cuando dos magnates visitan el poblado. Quieren edificar. Ambos representan el empresariado sin escrúpulos. 62 años han pasado y, ¿creen que la cosa ha mejorado mucho?


                                     

Los habitantes del poblacho se rebelan. Se unen contra los poderosos. Pero todo es fútil. Ahora son fuertes, orgullosos, pero también cándidos. Se dejan engatusar por uno de los empresarios. Lo visitan en su residencia. Se avergüenzan de no saber si el té se toma con leche o con limón. Se quedan estupefactos ante las demostraciones de poder del empresario que, por ejemplo, tiene a un criado colgado de la cornisa para que le vaticine el tiempo que hará. 

La ambición vil

Las cosas se tuercen aún más cuando en el poblado se descubre petróleo. Uno de los pordioseros acude al empresario para avisarle del hallazgo. Vuelve envuelto en un visón y con sombrero de copa. Ha traicionado a los suyos. Todo está perdido. El empresario, acompañado del ejército, acosa el poblacho. Es entonces cuando Totó recibe la paloma milagrosa de manos de su madre. Es una suerte de recompensa kármica: Él se ha desvivido por sus semejantes y ahora recibe el premio que merece. La paloma (que recuerda a la gallina de los huevos de oro, uno de los símbolos masones por excelencia, pero esa es otra historia...) es la panacea. Sólo con desearlo, propicia efectos milagrosos. Como la cascada de gags tan graciosos como entrañables que se sucede durante el "sitio" al poblado. 

                              

El ejército se retira. Pero la codicia se ha instalado en el poblacho. Tienen la oportunidad de salir juntos del atolladero, pero todos miran para sí. Uno pide un millón, otros dos millones, otro un millón de millón de millón de millón de millón de millón de millones. Han aprendido poco. A la mínima, han vuelto a ser los de antes. Totó, desesperado, pierde la paloma. Es el caos. 
Y ahí llega la nota amarga de la película. En realidad, casi todo en la película es amargo. De Sica no ve posibilidades, al menos en este mundo, de que los humildes se unan para cambiar las cosas. Es un canto nostálgico a una lucha que nunca será posible. Es la condición humana. Sólo en otra dimensión, "en un lugar dónde buenos días quiera decir de verdad buenos días" es posible la realización libre de una humanidad atada de pies y manos. En ese final, tan cándido como emocionante, y claramente copiado por Spielberg en E. T. , los desheredados del mundo se elevan por encima del Duomo. Desaparecen en el cielo... quizás hacia otra dimensión, la misma de dónde provenían todos sus sueños. 


                               

Corolario

Milagro en Milán es algo más que un cuento. Es una reflexión profunda de un hombre que comienza a cuestionarse el mundo tras la Segunda Guerra Mundial y que, en muchos aspectos, adelanta la situación que sufrimos hoy en día. De Sica busca la unión fraterna de los menos favorecidos, pero no la encuentra. Porque son humanos. Porque somos imperfectos. ¿Llegará el día? Seguro que sí. 
De Sica y Zavattini, conscientes de que su plato necesita azúcar, dibujan una serie de escenas cómicas que suavizan el crudo mensaje de la película y que convierten Milagro en Milán en una película entrañable, bella y que, aún en el fondo, nos empuja a ser diferentes. 

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