viernes, 17 de enero de 2014

Uníos y venceréis (II)

LOS SIETE SAMURAIS


Shichnin No Samurai. Japón. 1954. 207 minutos. Dirección: Akira Kurosawa. Reparto: Takashi Shimura (Kambei Simada); Toshiro Mifune (Kikuchiyo); Keiko Tsushima (Shino); Daisuke Kato (Shichiroji); Isao Kimura (Katsushiro); Minoru Chiaki (Heichachi); Seiji Miyaguchi (Kyuzo); Kamatari Fujiwara (Granjero Manzo); Yoshio Kosugi (Granjero Mosuke); Yoshio Tsuchiya (Granjero Rikichi). Guión: Akira Kurosawa; Shinobu Hashimoto y Hideo Oguni, inspirado en la tragedia de Esquilo Los Siete Contra Tebas. Música: Fumio Hayasaka. Fotografía: Asakazu Nakai. Montaje: Akira Kurosawa. Dirección Artística: So Matsuyama. Vestuario: Kohei Ezaki y Mieko Yamaguchi. Glorioso Blanco y Negro. 






Maestro Kurosawa














Sin Shakespeare, John Ford o Dashiel Hammett no existiría Kurosawa. Sin Kurosawa, no existirían Scorsese, Spielberg, Sergio Leone, o, sobre todo, Tarantino y Peckinpah. Kurosawa fue un director de cine que quería ser pintor. Kurosawa fue un director de cine que quería ser americano. No consiguió ninguna de las dos cosas de manera absoluta. Sin embargo, ver sus películas es como entrar en una pinacoteca. Cada plano es una pintura. Perfeccionista hasta el paroxismo, Kurosawa no tenía reparos en, por ejemplo, hacer levantar el tejado de una casa para rodar una escena porque le ocultaba la luz que él consideraba idónea. La luz, los gestos, los silencios... la técnica pictórica de Kurosawa es proverbial. Tampoco consiguió ser un director "americano". En sus orígenes, el gobierno japonés lo utilizó como director propagandístico. Cuando pudo deshacerse de ese lastre, comenzó a rodar películas que él creía de estética y temática occidentales. Erraba: Kurosawa es el más japonés de los directores japoneses. Fue él, paradójicamente, el que influyó en multitud de directores americanos. Su sentido del antihéroe, del perdedor, de la violencia tremebunda, pero contenida, y el estudio psicológico de sus personajes lo hizo inmortal. 

El miedo llega de las montañas

Me enamoré de Los Siete Samurais gracias a la gripe. La había visto con anterioridad, pero el ligero abotargamiento que produce la fiebre, la confortabilidad de una manta, la casa en calma, y el desarrollo de la acción, que deviene en torrente, crearon una impresión en mí de estar ante una obra maestra inconmensurable. Nunca la he vuelto a ver con aquellos ojos. Os puedo asegurar que a las tres horas y media estaba como nuevo. 
Claro, una película que empieza como empieza Los Siete Samurais es como para curar a cualquiera. Amanece. La luz tenue del nuevo día. En ella, como los jinetes del apocalipsis, unos hombres a caballo rompen la calma de la mañana. Los cascos golpean la tierra como morteros. Corte a un plano cenital de una aldea. Elipsis. Los aldeanos, en el paroxismo de la humillación, se lamentan del saqueo. Quieren rendirse. Ya es la enésima vez que los ladrones arrasan su pueblo y se llevan la cosecha. Se dicen cosas terribles. Una mujer dice "Lo mejor sería entregarles toda la cosecha y luego suicidarnos". En el silencio, un hombre dice: "Luchemos". 


Quizá alguno de vosotros no ha visto Los Siete Samuráis, pero seguro que muchos habéis visto su dignísimo remake: Los Siete Magníficos. En la obra de John Sturges, se cambia Japón por Méjico y a los samurais por pistoleros en horas bajas. Sin embargo, no resiste comparación con la obra de Kurosawa. El maestro japonés penetra en la psicología de sus personajes como si trepanara sus cráneos con un berbiquí. Cada escena, nueva información. Primerísimos planos, rostros de humillación, de terror, de angustia, de orgullo, de rabia. El progreso de los personajes es continuo. El ritmo, trepidante.
El terror de los aldeanos es absoluto. Se ven impotentes para combatir a los ladrones. Se consideran despojos. Estiman que es el destino y nadie puede cambiarlo. Una maldición kármica. Sólo dos soñadores creen que pueden luchar. Es más: creen que pueden vencer. El anciano de la aldea recuerda que hace muchos años ocurrió una situación similar. La solución fue contratar a unos samurais. Pero eran otros tiempos. El pueblo era más rico. Ahora, no tienen nada que ofrecer. Aún así, lo intentan. Comienza una peregrinación por la ciudad en busca de algún samurai en decadencia que, por unos granos de arroz, quiera ayudarles a acabar con los ladrones.


Y, entonces, Kurosawa se saca del magín casi una hora del mejor cine de todos los tiempos. Han convencido a un samurai veterano. Ahora, es el momento de seleccionar a los otros seis. Cómo está rodado todo ese proceso. Qué gozo para los sentidos. Kurosawa, él mismo descendiente de samurais, diseña una planificación magistral, dominada por su famoso teleobjetivo: planos hiperlargos en los que el personaje ocupa el centro de la acción. Trepidante, emocionante, es realmente conmovedor presenciar cómo aquellos hombres pobres, acabados, vacilantes, pero valientes, consiguen reclutar a siete samurais. Comienza la segunda parte de la película.

El temor a lo extraño

A Kurosawa se le consideró un director comunista. Él lo negó siempre. Más bien, es el director del ser humano en soledad, en una sociedad que no le entiende y a la que no entiende pero que, tras un proceso de epifanías, termina por aceptar para aliviar su agonía. Vivir, esa obra maestra sin parangón, es el mejor ejemplo del individuo que sólo adquiere sentido en sociedad. Así es también con Los Siete Samurais. Los samurais son como zombis que pululan por la ciudad, pordioseros en un mundo hostil. Los aldeanos, por su parte, les piden un sacrificio casi intolerable. De hecho, en una de las escenas del reclutamiento, uno de los samurais le dice a uno de los aspirantes: "Es posible que mueras". Saben que es su última oportunidad, pero necesitan redimirse. Necesitan, quizá morir, para seguir viviendo. Esperan el dulce triunfo de los perdedores. De hecho, al final de la película tan sólo sobreviven tres.
Sin embargo, cuando llegan al pueblo, todo son recelos. Es el pánico a lo extraño, al extranjero, el que paraliza a muchos de los campesinos. Alguno, incluso, obliga a sus hijas a cortarse el pelo y vestir como hombres para que los samurais no intenten seducirlas. Es una doble tarea: mitigar ese pánico y ejercitar a los campesinos. Dotarlos de coraje. Hacerles ver que unidos, pueden tener una oportunidad de triunfo.
El mundo que Kurosawa dibuja en Los Siete Samurais es un mundo descarnado, injusto, depravado. Sin embargo, la unión (aunque interesada por parte y parte, y egoísta en muchos sentidos) del pueblo termina por aportar una pincelada de justicia, aunque efímera. Y lo hace tras un final apoteósico, con una batalla que pasa a la historia por su planificación y su ritmo. Si ven por primera vez la película, cuenten los planos de esa secuencia final y su perfección. Al final, la victoria es pírrica, pero victoria.

Corolario

Los Siete Samurais es la mejor forma de reconciliarse con el cine. Kurosawa, que escribió un guión de 500 páginas, con diálogos para cada personaje, la forma en que se comporta, cómo viste, cómo habla y cómo se relaciona con su entorno, pone en escena toda una catarsis, una obra inconmensurable. De aventuras, sí, desde luego, pero que cuenta tantas cosas...

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