miércoles, 10 de diciembre de 2014

CRÍTICAS (VIII): "MELBOURNE", DE NIMA JAVIDI

Melbourne. Irán, 2014. 91 minutos. Dirección: Nima Javidi. Reparto: Negar Javaherian (Sara); Peyman Moaadi (Amir); Roshanak Gerami (Nazi); Mani Haghighi (Sr. Mosayebi); Elham Korda (canguro). Guión: Nima Javidi; Música: Hamed Sabet. Fotografía: Hooman Behmanesh; Montaje: Sepideh Abdolvahab; Dirección Artística: Keyvan Moghadam. Color. 




INTRODUCCIÓN

Irán ya tiene su Nouvelle Vague. La inmensa influencia de los pioneros de la cinematografía persa, como el enorme Abbas Kiarostami o el represaliado Jafar Panahi, ha dejado paso a un cine con sus propias señas de identidad. De la crítica social de Panahi (el gobierno de su país le condenó a seis años de cárcel por "subversivo") a la poesía de Kiarostami, Irán ha encontrado una nueva manera de expresarse: una que llega desde las clases medias, desde una generación de cineastas que tratan de convencer al mundo que Irán no es sólo un férreo régimen religioso que no duda en ahorcar a sus compatriotas por la cuestiones más peregrinas, sino que también es un país joven que quiere acabar con el absolutismo desde la intelectualidad. Las películas de esta nueva ola de cine iraní muestran todas las paradojas del régimen religioso y es capaz de poner al espectador occidental en la siguiente tesitura: ¿Cómo viviría usted en un país como el nuestro? ¿Qué haría usted si se le presentasen todos estos problemas cotidianos? Y la fórmula resulta.
Asghar Farhadi es el adalid de este nuevo y apasionante cine iraní. Farhadi firma tres obras clave, a cuál mejor: A Propósito de Elly; El Pasado y, sobremanera, Una Separación, una película que logró un hito histórico: que la industria norteamericana le concediese un Oscar a una película iraní, algo así como la bestia negra del gobierno Obama. 





¿QUÉ HARÍA USTED?

Melbourne tiene muchos puntos en común con Una Separación. La película representa el debut en la dirección de Nima Javidi, un hombre curtido en la televisión. Y menudo debut. En Gijón se llevó los premios a la mejor dirección y al mejor guión. También triunfó en el Festival de Cine de El Cairo y gustó mucho en Venecia. Tiene que ver mucho la película de Javidi con el cine de Farhadi. Para empezar, comparten actor principal: Peyman Moaadi, excelso tanto en Una Separación como en Melbourne. Para continuar, introducen la idea de que nuestras vidas se cruzan de manera inesperada y, en el caso de las películas en cuestión, de manera fatal. Que no somos nada sin el prójimo y que la fatalidad aguarda siempre, oscura y viscosa, a la vuelta de la esquina. Es el momento, entonces, cuando llega el dolor, de ponernos a prueba y de reaccionar. De asumir nuestras propias responsabilidades. Da la sensación este nuevo cine iraní de que sólo existe progreso desde el conflicto y desde la libertad individual. Una libertad que es, en sí, un cúmulo de pruebas y desazones. 
Melbourne tiene mucho de Una Separación, pero también mucho de Hitchcock. De hecho, de manera no poco sorprendente, se la ha calificado de thriller. Eso es mucho decir. Pero la cámara sí se mueve desde afuera hacia adentro, como un ojo gigante que oteara nuestras vidas desde la ventana de nuestro salón. ¿Recordáis el inicio de Psicosis?


                                      

                                                       https://www.youtube.com/watch?v=KipIb00IaPk

La cámara hace un barrido sobre una panorámica de Phoenix (Arizona). Entonces la grúa, en dos cortes, se aproxima a una ventana y materialmente se introduce en una habitación. Da la sensación de que una fuerza omnímoda nos observa y puede juguetear con nuestras vidas. 
En Melbourne pasa algo parecido. Una  simple revisión catastral, un hecho cotidiano y burocrático, nos abre las puertas de la casa de esta joven pareja que ha decidido emigrar a Australia, en concreto a Melbourne, la ciudad con el índice de calidad de vida más alto del mundo. Es una pareja de clase media, que vive en una urbanización. No parecen tener problemas económicos. ¿De qué huyen? ¿Qué les empuja a exiliarse? Da igual. Necesitan un cambio de vida. Comenzar de cero. El director nos hace identificarnos con ellos. Podemos sentir su alegría, su nerviosismo ante el giro que están a punto de dar a sus vidas, su ilusión, sus dudas. Un amigo ya se ha exiliado a Melbourne. Les ha preparado el camino. Se comunican con él por videoconferencia. Todo está preparado para el gran viaje. Desmantelan su casa. Sienten el dolor de desembarazarse de cosas tan queridas... y nosotros también sentimos ese dolor.
Una canguro les ha dejado a la niña de los vecinos en custodia durante unas horas para poder hacer unas gestiones. La niña duerme en la habitación de la pareja. Es la niña que ellos no tienen y que, quizás, vaya a nacer en Melbourne. Todo son cuidados para la niña. Se habla en voz baja, se prohíbe llamar al timbre... pero, de repente, cuando creemos que la película se desarrollará con la pareja viajando a Australia, pasa lo inesperado.


                                     

                                           https://www.youtube.com/watch?v=Zs_HnyoG_Gs

Una catástrofe. Algo que, si se desvelara en este blog, sería alta traición. Tendréis que ver la película para saberlo. Algo terrible. Tanto, que pone al espectador al borde de la butaca durante una hora de cine puro, prodigioso, con unos actores en estado de gracia. Y, sobre todo, nos hace preguntarnos: ¿Qué haríamos si fuésemos esa pareja? ¿Qué decisiones tomaríamos? ¿Habría tantas películas como decisiones tomaran los espectadores? 

GUIÓN REDONDO

Melbourne está rodada con nervio, con furia incluso, sustentada por un guión redondo del propio Javidi. Un guión que parece ir escribiéndose conforme pasan las escenas, que da la impresión de no estar cerrado y que admite sugerencias. Es una ensoñación. Todo está planificado, porque la vida de esta pareja ya estaba planificada de antemano. Pero, ¿cómo reaccionar? ¿Realmente se aman? ¿Realmente confían el uno en el otro? Se tenían por personas valerosas pero, ¿lo son realmente? Y, otra vez, ¿qué haría usted en su pellejo?
Melbourne discurre como un ciclón hasta un final magnífico, uno de los múltiples finales posibles de esta historia tan grandiosa como las cosas pequeñas. 


COROLARIO

Melbourne es, sin duda, una de las películas del año. Su director comentó en su estreno que era un ejercicio sobre la responsabilidad de las personas, sobre todo las más jóvenes. Sin embargo, verla nos pone en la picota, nos hace preguntarnos sobre nosotros mismos y, además, parece contar algo más grande que la propia historia principal. Algo que nos sobrepasa y que palpita, fiero, ante nuestras narices. Y esas cosas sólo las transmiten las grandes películas.  


lunes, 1 de diciembre de 2014

CRÍTICAS (VII): "THE ZERO THEOREM"

The Zero Theorem. Reino Unido. 2014. 107 minutos. Dirección: Terry Gilliam. Reparto: Christoph Waltz (Qohen Leth); Mélanie Thierry (Bainsley); Matt Damon (Dirección); David Thewlis (Joby); Lucas Hedges (Bob); Tilda Swinton (Doctora Shrink-Rom). Guión: Pat Rushin. Música: George Fenton. Montaje: Mick Audsley. Fotografía: Nicola Pecorini. Dirección Artística: Jille Azis, Gina Stancu & Adrian Curelea. Vestuario: Carlo Poggioli. Color.




INTRODUCCIÓN

Ya sé. Más de la mitad de los potenciales lectores de esta entrada jamás habrá visto una película de Terry Gilliam y, si lo ha hecho, le habrá saturado tanto que preferirá no revisitar al director norteamericano. Quizás hayan visto El Rey Pescador, monumental viaje al interior del miedo y de la redención. Quizá Brazil, una película extraña sobre la libertad en tiempos de grandes hermanos, una suerte de anticipación de lo que hoy ya es la gran amenaza para la gente común. Para ustedes y yo. Doce Monos, ¿la habéis visto? ¿Difícil, eh? Pero con un sentido del humor implacable. Gilliam no es un director fácil, porque es diferente. Y ya sabéis que lo diferente asusta. Más que ciencia ficción, una terminología absolutamente desfasada, Gilliam rueda, como él mismo lo llama, "realidad ficción". Mientras que la ciencia ficción estuvo instrumentalizada desde un primer momento por los gobiernos más poderosos (fundamentalmente el norteamericano) a modo de experimento sociológico, el género que cultiva el director de Minnesota aglutina todas las realidades posibles y apuesta por una. Ni siquiera se le puede llamar fantasía. 
En The Zero Theorem Gilliam vuelve a mostrar a un hombre, o lo que sea el personaje central, obliterado por una mecánica social que le sobrepasa y a la que opta por no adaptarse. Cuando finalmente lo intenta, sucumbe... o no. Es un Gilliam menor, pero un Gilliam al fin y al cabo. 


DIEZ AÑOS DE PROYECTO

Pat Rushin es profesor de literatura creativa en la Universidad de Florida Centro (UCF en su acrónimo en inglés). También es el guionista de la película. Tardó nada menos que una década entera en escribir el texto. Se basó en el Eclesiastés. De hecho, el pretendido autor del libro canónico, llamado Quoheleth, da nombre al protagonista (Qohen Leth). ¿Qué cuenta el Eclesiastés? Pues algo muy curioso: es una manifestación contra el propio Yaveh, el creador de todas las cosas, dentro del Antiguo Testamento. Algo así como un manifiesto político que carga contra un creador que nos deja solos en esta vastedad con un único destino posible: la muerte. Algo tan insoportable y oneroso que la única salida es no proponerse ningún tipo de objetivo vital, puesto que nos aguarda la nada eterna. 
Así, Rushin escribe un Eclesiastés moderno en el que el ser humano ni es ser ni es humano. El mundo es una distopía atroz, quizá situada dentro de un ordenador y no en el planeta tierra según lo conocemos. Un muro de tecnología nos separa de la piel, del sudor, de las lágrimas. Sólo hace falta romper ese muro para discernir si, en efecto, tras esta sociedad tan cercana a esa distopía hay algo o se extiende el yermo sin fin.

Un texto tan profundamente filosófico era difícil que encontrase director. Pero siempre queda Terry Gilliam. En su pelea sin fin por filmar El Quijote (cabe recordar que incluso comenzó a rodarlo, pero se quedó sin dinero por sus extravagancias), que va camino de convertirse en el Napoleón de Kubrick, Gilliam aceptó el proyecto quizá como recaudación para su proyecto/obsesión. Se desplazó a filmar a Rumanía e Italia (aunque la película parezca rodada en unos decorados fuera del tiempo y el espacio). 



Una compañía tecnológica global, dirigida por una entidad omnipresente e intangible, interpretada por Matt Damon (con un enorme parecido a Philip Seymour Hoffman) pretende demostrar que no existe nada más allá de la muerte y que todo, tarde o temprano, será devorado por un enorme agujero negro. En definitiva, demostrar lo indemostrable o, por el contrario, lo que ya está más que demostrado: que no somos nadie. Nadie más que nosotros mismos. Ese "nosotros" mayestático con el que Leth se refiere a sí mismo. Esa demostración requiere llegar al cerebro de la bestia, un artefacto que aglutina todos los pensamientos de los seres que moran en esa distopía. El mundo debe seguir girando, a pedales si es necesario, hasta que se resuelva el Teorema Cero: el fin de la especie, que ya no somos nosotros, sino unos seres devorados por las redes sociales, el márketing, el ego con mayúsculas, la tecnología. Es el fin de la raza humana como la conocemos. 


AMOR EN LA NADA ABSOLUTA

El amor puede surgir incluso en la nada absoluta. Porque puede que sea cierto que no exista nada más allá de la muerte pero, ¿existe algo más allá de la vida? ¿Algo anterior a la vida misma? ¿Es la vida el resultado de nuestra mente o existe una vida canónica a la que nos adaptamos? Sí. Leth se enamora de Bainsley, una prostituta de esa otra dimensión, la que ha sustituido al mundo según lo conocemos. Aberra el contacto físico. Por el contrario, entrar en su página web ataviado con el traje pertinente permite dar rienda suelta a nuestro yo más profundo, a nuestras fantasías... ¿o son las fantasías de otros, ya que todos estamos interconectados? Una experiencia sublime, mucho más potente que el sexo. 
Como en "Moonriver", Bainsley tienta a Leth a irse con ella y conocer el mundo. Ese mundo que está esperando a la vuelta de la esquina, si es que tal mundo existe. ¿Podrá Leth abandonar la búsqueda del Teorema Cero e irse con ella? ¿Querrá Leth abandonar el proyecto? ¿Podrá romper ese muro y flotar por la nada? ¿Se produjo la llamada que espera sin consuelo Leth en una vida anterior a esta sociedad descarnada?


COROLARIO

The Zero Theorem, como ya decíamos anteriormente, es un Gilliam menor. Más grandilocuente que nunca, más alucinógeno que nunca, pero con los reflejos y la velocidad mental de un señor de 74 años que solo tiene una obsesión: filmar la versión definitiva de Don Quijote. El resto es accesorio, y eso se nota ya que la película pierde nervio por momentos y es irregular y algo densa. Sin embargo, la historia que plantea es tan fascinante, y la manera de rodar de Gilliam tan alucinante que, sinceramente, yo le daría una oportunidad si no la habéis visto ya. 


jueves, 30 de octubre de 2014

CRÍTICAS (VI): "RELATOS SALVAJES"

Relatos Salvajes. Argentina, 2014, 122 minutos. Dirección: Damián Szifrón. Reparto: Darío Grandinetti (Salgado en Pasternak), María Marull (Isabel, en Pasternak), Julieta Zylberberg (Camarera en Las Ratas), Rita Cortese (Cocinera en Las Ratas), Leonardo Sbaraglia (Conductor en El Más Fuerte), Walter Donado (Conductor en El Más Fuerte), Ricardo Darín (Simón en Bombita), Nancy Dupláa (Victoria, esposa de Simón, en Bombita), Alan Daicz (Santiago en La Propuesta), Germán de Silva (Casero en La Propuesta), Óscar Martínez (Mauricio en La Propuesta), Osmar Núñez (Abogado en La Propuesta), Erica Rivas (novia en Hasta que la Muerte nos Separe), Diego Gentile (Novio en Hasta que la Muerte nos Separe). Guión: Damián Szifrón. Música: Gustavo Santaolalla. Fotografía: Javier Juliá. Montaje: Pablo Barbieri Carrera & Damián Szifrón. Color.




INTRODUCCIÓN

Todo buen cinéfilo sabe que los mejores actores son los argentinos. Luego están los británicos. Claro, el tema del idioma haría cambiar las tornas si esta opinión no la emite un ciudadano hispanoparlante sino, pongamos, un neozelandés. Pero entre estos dos países, siempre agarrados para bien o para mal, anda el juego. Escuchar y ver a Norma Aleandro, Héctor Alterio, Ricardo Darín o el más grande actor de las últimas épocas, Federico Luppi (por cierto, con 81 años está olvidado y cerca de la ruina. Esta entrevista en La Nación es para no creérselo http://personajes.lanacion.com.ar/1642786-federico-luppi-darin-me-sigue-pareciendo-un-boludo) , le hace desear a uno que cualquiera de esos personajes sea tu profesor, tu padre, tu ferretero, tu fisioterapeuta, el entrenador de futbito de tu hijo, el quiosquero, el amigo con el que tomar unas copas cuando las cosas van mal. Y, asimismo, da la sensación, viéndolos y oyéndolos, de que vas por una calle de Buenos Aires, coges (eliges, para los argentinos, no se me vaya a enfadar nadie) a un niños que pasen por ahí, los pones a actuar, y te hacen Hamlet. Parece un pueblo diseñado genéticamente para actuar. 
Así que si coges (eliges) un ramillete de actores argentinos, les das un buen texto y creas una atmósfera de trabajo en la que se sientan cómodos, éxito asegurado. Eso es lo que ha hecho Damián Szifrón en Relatos Salvajes. La película ha arrasado en Argentina, donde ya es una de las diez más taquilleras de la historia. Ha sido ovacionada en Cannes, en San Sebastián y en Toronto. Acumula, atención, 21 (!) nominaciones para los Premios Sur (Los Óscar argentinos) y ha sido elegida por la academia de su país para que la represente en los Óscar. Vamos, la película del año sin duda. En Europa también ha tenido cierto éxito, sobre todo porque la produce, entre otros, Almodóvar. Y eso tira. Hombre, no la ha promocionado de la manera empalagosa y voraz con la que promociona las películas que dirige pero, vamos, su mano se ha notado. En España está teniendo muy buenas cifras. 
¿Qué cuenta Relatos Salvajes? Pues, en realidad, no cuenta nada. Simplemente imagina. Imagina un escenario cada vez más probable: que un día ustedes y yo, y los vecinos y los padres y las madres y los hijos y las abuelas estallemos y no nos dejemos avasallar por esta oligarquía y sus acólitos, entre los que se encuentran padres, madres, hijos, abuelos, vecinos... Y, a partir de esa abstracción, uno puede sacar sus propias conclusiones. Seguramente las de la señora que se sentó a mi lado sean distintas a las mías. Y eso es el cine. Y eso es el arte. Y eso, en definitiva, es la vida.


LA TRAGEDIA ES LA MEJOR COMEDIA

Es un axioma que no hay nada que más risa produzca que la tragedia ajena. Ya Aristóteles hablaba de ello. ¿Por qué? Pues porque el humor no es hacer el gangoso o ridiculizar a una etnia o frivolizar con lo que ya es frívolo de por sí. Eso sólo es simpleza. Porque lo que más risa da, sin duda, es comprobar que lo que le pasa al señor o a la señora que sale en la pantalla nos puede pasar a nosotros. Pero en realidad, no nos pasa a nosotros, sino a otro pobre imbécil. No hace falta que salga en la pantalla. Que vayamos al cine a ver esas cosas es simplemente una cuestión de urbanidad e, incluso, de cautela. Vamos, para no hacerlo en la calle y provocar un altercado. La comedia en el cine o en el teatro es la agresividad institucionalizada. Uno ve que al prójimo le joden la vida, o se carga a alguien, o se reencuentra con la persona que una vez, hace muchos años, le provocó un trauma, y piensa: "Me podría pasar a mí, pero le pasa a este. Qué alivio". Vamos, lo que viene llamándose una catarsis. 
Todos los grandes cómicos han tenido vidas trágicas. Lo malo es que eran graciosos, y un gracioso siempre quiere transmitir un drama, pero la gente se ríe. Si la mejor comedia de la historia es ésta, ¿no están de acuerdo en que es un drama auténtico?



Sí. Relatos Salvajes tiene algo de la grandiosa La Batalla del Siglo de Oliver y Hardy. Habla de gente común que un buen día decide hartarse. Y lo hace sin miramientos. Hasta el final. Sólo que sin tartas. 
Szifrón tiene algo de truculento, como los buenos directores de comedia. Algo de Wilder, del primer Allen (ambos judíos, como el propio Szifrón. ¿Son los directores judíos los reyes de la comedia? Otro día escribiremos al respecto). De Seth MacFarlane. De hecho, el episodio titulado El Más Fuerte, en el que dos conductores, después de un pique, intentan acabar con la vida del otro con los métodos más crueles, recuerda irresistiblemente a esta escena de Padre de Familia, del propio MacFarlane, probablemente la mejor escena rodada para un soporte audiovisual en la última década.



Relatos Salvajes está compuesta de seis historias independientes en tiempo y espacio, pero comunes en esencia. Las seis hablan de la venganza, en todas sus expresiones: desde la mascada durante años y años e ingeniada hasta el detalle, en realidad la venganza por antonomasia, hasta la que se produce por un impulso irresistible, pasando por aquella que aunque quiere, no puede, bien por bondad o por una extraña empatía hacia el ser denostado. La película empieza como tiene que empezar una película: con un subidón. Con una historia, la titulada Pasternak, que no sólo es la más divertida de las seis, sino que aislada, sería magistral (tal como la historia de Pichirri en Historias de la Radio, aislada, quizá sea la mejor película española de siempre). Un buen cebo que infunde al espectador el deseo de que llegue la siguiente historia, y luego la siguiente... porque no sólo la tragedia va en aumento, sino también la violencia, tanto física como psicológica, aunque sin llegar al mal gusto. 




GUIÓN Y CÁSTING

Relatos Salvajes cumple a rajatabla con el ABC de la comedia: tiene un gran guión y el reparto es inmejorable aunque, como ya dije, tratándose de actores argentinos el camino se allana en este aspecto. Los diálogos alcanzan momentos brillantes. La acción no es enrevesada. Todos acumulamos la suficiente rabia como para empatizar con los protagonistas: con el músico frustrado que se venga de todos los que le hicieron la vida imposible; con la chica que se reencuentra con el acosador de su familia; con el hombre al que la grúa le lleva una y otra vez el coche por mero afán recaudatorio... en fin, con todos. Todos podemos llegar a ese punto de cólera. Lo que hace atractiva la película es cómo Szifrón le da al magín para pergeñar las maneras en las que los personajes consuman sus venganzas, muchas de ellas rozando el paroxismo. Es un acierto total intercalar escenas muy violentas (que no desagradables) en una acción dominada por la comedia. 
La película gusta por ese guión, pero también por la puesta en escena. El montaje es fantástico, pero tiene un matiz: es puramente televisivo y eso atrae a un público joven, a la generación de las grandes series de TV. No en vano, Szifrón se crió en el medio televisivo y fue el creador de dos series que tuvieron su versión española; Los Simuladores (declarada la mejor serie argentina de todos los tiempos) y Hermanos y Detectives. Tiene el director argentino ese pulso televisivo que gusta a cierto sector de espectadores, aunque puede resultar un poco molesto, o indescifrable, para personas de edad más avanzada.
Es esta formación televisiva la que, al tiempo que aporta frescura a la película, también constituye uno de sus mayores errores. La decisión de dividir la trama en historias independientes funciona como un reloj hasta poco más de la mitad del metraje. A partir de ahí, la película se va anquilosando un poquito hasta llegar a la última historia, una idea divertida pero con un desarrollo sobrecargado. Tanto, que, en global, a la película le sobra algún minuto. Esa morosidad en el tramo final evita que Relatos Salvajes sea una película redonda.


COROLARIO

Relatos Salvajes ofrece dos posibilidades: o bien ir al cine para desconectar y reírse durante dos horas; o bien reírse durante dos horas y, además, reflexionar sobre lo que nos intenta contar Szifrón. Los personajes creados por el director argentino son los trasuntos de todos nosotros, de una sociedad que necesita cambiar, comenzar a quitarse capas de superficialidad (como los novios de la última historia) y llegar hasta el tuétano de nuestros huesos. Una vez ahí, debemos volver a empezar. Tenemos la obligación de cambiar la sociedad porque nosotros somos la sociedad. Que no nos vendan más cuentos.

Comentario aparte merece la magnífica idea de crear La Fiesta del Cine. Yo no sé si a las distribuidoras alguna vez les entrará en la cabeza que sus intentos de destruir el cine han estado a punto de tener éxito. Los precios prohibitivos, los intentos de convertir los cines en restaurantes, y la disculpa de la piratería han alejado a demasiada gente de las salas. Demostrado queda que un precio razonable atrae a más gente, a mucha más gente, que va a ver la película. No va a merendar o cenar. Va a ver la película porque considera que está pagando por algo justo. Ya no hace falta convertir la sala en un cuchitril. Sí, hay que pagar peajes como que las señoras de al lado vayan comentando la película como si estuvieran en su casa. O que gente acostumbrada a bajarse las películas y verlas en la tele tumbados en el sofá mantengan esa actitud en el cine. Ya ni se habla en voz baja. Pero, bien, eso pasará. Todo por mor de la recuperación del cine. Ahora bien: las bolsitas de plástico llenas de gominolas hay que abrirlas del tirón. Manosearlas, buscarles la abertura, meter la mano hasta el fondo para rebañar lo que queda, eso es una canallada. Ya que de Argentina tratamos, una recomendación: "metete la bolsita por el orto". 

viernes, 17 de octubre de 2014

(OTRAS 10) DE LAS MEJORES BANDAS SONORAS DE LA HISTORIA

Regreso en esta bitácora a la música de cine. A lo erróneamente llamado banda sonora porque, como ya sabéis, ese término engloba todo el espectro sonoro de una película, no sólo a la música. 
Hace unos meses repasaba diez de las que, en mi opinión, son las mejores composiciones para película de la historia. Hay tres factores que conforman la elección: primero, que me emocione. Segundo, que subraye el mensaje que transmitan las imágenes e, incluso, lo mejore. Y, tercero, que funcione como una composición independiente cuando la escuchamos. Las diez músicas originales que he seleccionado esta vez cumplen con estas tres premisas. Espero que a vosotros también os gusten y que os acompañen en estos días de otoño cotidianos y confortables, bellos y desesperados.
Al lío.

1. "EL FANTASMA Y LA SEÑORA MUIR", DE BERNARD HERRMANN

De nuevo el genial Herrmann intentando componer una sinfonía independiente a la película. La magia del asunto es que se acopla como un mecanismo de relojería a la acción de la película. Nadie como Herrmann tradujo a música los procesos mentales: el miedo, la angustia, el concepto de belleza, el enamoramiento. Y si no, escuchad esta música etérea, como surgida de otra dimensión. ¿Qué os sugiere?



El Fantasma y la Señora Muir, quizá la mejor película de Joe Manckiewicz, es pura poesía en movimiento. Rex Harrison es el espíritu atrapado en una casa a la que se muda Gene Tierney y su hija. La historia es de enjundia: mujer y fantasma se enamoran (!) y el espectro le dicta a la señora Muir sus memorias. Una exquisitez que Bernard Herrmann tradujo a música en una banda sonora para la historia.





2. "GIULIETTA DE LOS ESPÍRITUS", DE NINO ROTA

Seguimos con fantasmas. Aunque en el caso de la película de Fellini, no tan carnales como el que interpreta Rex Harrison. Los demonios de una mujer engañada por su marido, atrapada en los traumas de su infancia y engatusada por videntes para autoexorcizarse se desbocan en este film extraño y que, a todas luces (y declarado por el propio Fellini) es la historia de su propia vida junto a Giulietta Masina. Esta película bizarra y cien por ciento felliniana tiene una banda sonora bizarra y cien por ciento marca de la casa de Nino Rota. Entrañable, delicada, circense, tortuosa... la música de Rota cabalga por los meandros mentales de una mujer que quiere volver a la vida. 




3. "EL LEÓN EN INVIERNO", DE JOHN BARRY

Antes de dulcificarse hasta el almíbar con músicas para películas épico-románticas, John Barry era un excelente músico de jazz (él creó el inmortal tema para las películas de James Bond) y solía ser especialista en musicar la vida de personajes tan torturados, por ejemplo, como los de Cowboy de Medianoche o, el caso que nos ocupa, Leonor de Aquitania. La contundente película de Anthony Harvey nos narra un hecho crucial en la historia de Inglaterra. Eduardo II libera por Navidad a su esposa, la colérica, dura e inclemente Leonor, recluida en una torre. Discuten sobre quién sucederá al rey: el cruel Juan o el corajudo Ricardo. Ya saben la continuación, con guerra civil incluida. Leonor era Katherine Hepburn. Sus ojos maquiavélicos seguramente inspiraron a Barry esta fanfarria inmortal.


                                       




4. "LA PROFECÍA", DE JERRY GOLDSMITH

¿Que Jerry Goldsmith plagia? Quizás este eterno Ave Satani se parezca demasiado al tema principal de El León en Invierno (en realidad ambos plagian a Prokofiev, pero esa es otra historia). ¿A quién le importa? sigue siendo la música de terror por antonomasia. 


                                     


En efecto, la banda sonora de Goldsmith para La Profecía es antología pura de la música de terror. Sin embargo, tanto la película como la partitura ofrecen dos lecturas, como todas las buenas películas: por un lado, el advenimiento del anticristo en forma de un niño nacido de una loba en Roma y adoptado por un diplomático norteamericano que aspira a ser presidente del gobierno. Damien crece y, diablos, es el mismísimo Lucifer. Hace la vida imposible a todos los que le rodean, va acompañado de un perro negro aterrador, provoca el pánico entre los mandriles del zoo, lleva el 666 tatuado en el cuero cabelludo y, en definitiva, no le tiembla el pulso a la hora de quitarse de en medio a todo el que intente impedir que llegue a dominar el mundo. Pero luego está la parte sentimental de la película: la degradación de una familia cuya esposa (la gran, gran Lee Remick) no puede fecundar hijos y que se deja mecer por la opulencia y las ínfulas de poder. Así que, para ellos, Damien es su hijo amado. Y las notas de Goldsmith subrayan esta ternura.


                                    



5. "LA SEMILLA DEL DIABLO", DE KRZYSZTOF KOMEDA

Otra de terror y otra joya de la música para cine. Komeda dejó la medicina para convertirse en compositor de jazz y, eventualmente, el compositor de cabecera de sus paisanos Wajda y Polanski. Con este último alcanzó su cima con La Semilla del Diablo, la película que más se acerca a los ritos satánicos de las que se hayan filmado nunca. De hecho, todo el grupo de vecinos del matrimonio protagonista no son actores sino auténticos miembros de una logia satánica. Pero están tan tan tan bien, que hasta Ruth Gordon, la lideresa del grupo, ganó el Óscar a la mejor actriz secundaria, que tiene bemoles la cosa. Komeda logra, en una banda sonora casi minimalista, con unos sonidos que nos transportan no a Nueva York, sino a las calles de Varsovia en los 60, a recorrer los vericuetos mentales de Rosemary Woodhouse, feliz por la vida que parece esperarle (con una acomodada posición económica y un niño en sus entrañas), pero que poco a poco, como una metáfora de un mundo que se derrumba (la película es de 1968) sucumbe a una sociedad que no tolera la belleza. 


                                  


Ya sabéis que La Semilla del Diablo es una película maldita. Se rodó en el edificio Dakota, donde residía John Lennon y a cuyas puertas fue tiroteado el 8 de diciembre de 1981. Poco después de su estreno la banda de Charles Manson asesinó a la mujer de Polanski, Sharon Tate, que estaba embarazada... Komeda tampoco se libró de la maldición. Al año de componer esta obra de arte sufrió un estúpido accidente de coche y se despeño cerca de su casa en California. ¿Sabrá Ruth Gordon algo de todo esto? 


6. "AZUL" DE ZBIGNIEW PREISNER

De un compositor polaco a otro: de Komeda a Zbigniew Preisner. Preisner fue la punta de lanza de una pléyade de compositores polacos (entre los que están Killar o Kaczmarek) que aderezaron su extensa formación clásica con formas modernas de entender la música. Sus partituras siempre suenan a frío, a nieve, a soledad y a muros que se caen. Personalmente, detesto Azul. Kieszlowski se puso de moda entre los niños bien de mi generación. Quizá por eso no trague su aparatosidad vacua, pero tengo que volver a verla. Quizá cambie de opinión. Pero, caray, este Himno para la Reunificación de Europa de Preisner ya está en los anales de la historia de la música de cine. 


                                




7. "LAWRENCE DE ARABIA", DE MAURICE JARRE

Caigo, no sin sorpresa, en que aún no había seleccionado Lawrence de Arabia. Hago acto de contrición y me regocijo en esta banda sonora colosal, como toda la película. Lawrence de Arabia no sólo es una de mis películas, sino una obra de arte que trasciende los límites del cine. Es filosofía, escultura, pintura, y también música. En puridad, la película de David Lean es la mejor de la historia. Otra cosa es lo que le transmita a cada uno. Todo funciona como un reloj, nada sobra, todo es pertinente, y así la banda sonora de Maurice Jarre, íntima y grandiosa a la vez. Un canto a la dignidad del ser humano. 


                                 



8. "REBELIÓN A BORDO", DE BRONISLAU KAPER

Parece que la cosa hoy va de polacos. No es intencionado. El más veterano de los que han aparecido hoy aquí es Bronislau Kaper, un clásico de la música de cine de aventuras. Su partitura para Rebelión a Bordo, la más popular de las versiones del Motín de la Bounty que se han rodado (con Marlon Brando y Trevor Howard) tiene el nervio y la grandiosidad que merece la acción. Escucharla es verse surcando los mares (la música tiene hasta textura y color) y también mascar la tensión que crece a bordo. Una joya.


                                    



9. "RECUERDA", DE MIKLOS ROZSA

Es curioso, pero la más "hermanniana" de las bandas sonoras para películas de Hitchcock no es de Bernard Herrmann sino de un húngaro (en este caso nos movemos un poquito) llamado Miklos Rozsa. Como Herrmann, Rozsa penetra en la psique humana pero lo hace de una manera mucho menos tortuosa y más sinfónica. Este tema para Recuerda es la antonomasia del romanticismo. Y eso que la película tiene miga. Ya saben: amnesia, Freud, un crimen, Ingrid Bergman... una película colosal con una música colosal. 


                                    



10. "LUCÍA Y EL SEXO", DE ALBERTO IGLESIAS

¿Cómo? ¿Una banda sonora española entre las mejores de la historia? Pues sí. A Alberto Iglesias nunca le perdonaré el haber usurpado el puesto del gran Bernardo Bonezzi como compositor de cámara de Almodóvar. Sin embargo, creo que sus trabajos con Almodóvar están entre los peores de su carrera (salvo, quizás, La Piel que Habito). Sin embargo, Iglesias es lo más parecido a un genio que tiene la música española. Su partitura para la película de Médem es, sencillamente, la belleza en todo su esplendor. Iglesias firma todo un himno de las cosas pequeñas. Y eso tiene un nombre: grandiosidad.


                                   













viernes, 10 de octubre de 2014

CRÍTICAS (V): "LA ISLA MÍNIMA"

La Isla Mínima. España, 2014, 105 minutos. Dirección: Alberto Rodríguez. Reparto: Javier Gutiérrez; Raúl Arévalo; Nerea Barros; Antonio De la Torre; Jesús Castro; Manolo Solo; Jesús Carroza; Cecilia Villanueva; Salvador Reina; Juan Carlos Villanueva. Guión: Alberto Rodríguez & Rafael Cobos. Música: Julio De la Rosa; Fotografía: Alex Catalán. Montaje: José M. G. Moyano. Color. 



INTRODUCCIÓN

Alberto Rodríguez es un director áspero, pero con clase. Es áspero, porque los temas que elige lo son. Pero tiene elegancia a la hora de ponerlos en escena. Es un director español diferente: pocos, hasta ahora, habían descrito la lucha del individuo contra el mundo que le rodea de manera tan sedosa. Es esa mezcla la que hace que películas como Siete Vírgenes o Grupo 7 sean tan atractivas.
En La Isla Mínima, Rodríguez narra un hecho tan aberrante como el secuestro, violación, tortura y asesinato de dos adolescentes con un estilo tan etéreo que parece que estemos asistiendo a un documental sobre París. En este sentido, y no parece una idea tan descabellada, la película me recuerda a Chinatown, la obra maestra de Polanski. Una película violenta, sí, pero en la que tan sólo se oye un disparo y es al final. Como Jack Nicholson, los detectives que investigan el caso en la obra de Alberto Rodríguez pasean por los vericuetos de su conciencia antes de encarnizarse en encontrar al culpable.

MARISMAS DEL GUADALQUIVIR, AÑOS 80

El director sevillano llegó a reconocer que el guión primigenio se desarrollaba en la actualidad (sería curioso ver el resultado si se hubiese rodado ese texto. Me imagino una película aún más ambiciosa). Sin embargo, una vez terminado, Rodríguez vio que aquéllo no funcionaba. Nunca ha aclarado por qué. Así que reescribió el guión situándolo en la España de los primeros años 80. Una España en plena confusión, y con el franquismo aún latente, incluso más que hoy en día. El guión es magnífico y, como todos los guiones magníficos, tiene un par de fallos de difícil deglución, aunque finalmente se evaporan por el peso del resultado final. El pueblo de las Marismas del Guadalquivir en el que se desarrolla la acción está en plena ebullición. Los jornaleros se rebelan contra un patrón arbitrario y clasista. La fábrica de cangrejos está a punto de echar el cierre. Hay demasiado resquemor en el pueblo. Todos sospechan de todos. Cualquiera puede ser un confidente de la Guardia Civil o, peor aún, de ese poder omnímodo e invisible que parece dominar toda la película.
Y, en eso, un doble asesinato. Es un caso peliagudo. Dos adolescentes han desaparecido. No es la primera vez que pasa en el pueblo. Hay un extra: el drama se ha producido en lo más profundo de España: una extensión ingente de arrozales, pantanos y una fauna tan extraña como lo son los mismos habitantes de un pueblo subdesarrollado. Es un marrón, vamos. Así que la policía elige a dos detectives expedientados: uno, franquista y frío (Javier Gutiérrez), por emplear métodos de la brigada político-social (la Gestapo de Franco) en los interrogatorios. El otro, de izquierdas y confuso (Raúl Arévalo) por, probablemente, haber filtrado detalles de investigaciones a El Caso. Sin embargo, hay que estar muy atentos a un detalle: un habitante del pueblo pone en duda que el personaje de Gutiérrez haya recibido un castigo, sino que apuesta a que se le ha otorgado el caso porque es sobrino del juez Andrade, el que sigue las diligencias de la investigación. Un detalle que será importante posteriormente para desentrañar la película.


DOS VISIONES 

La Isla Mínima puede verse desde dos ópticas. Si usted ha tenido un día ajetreado, o una semana ajetreada, o una temporada ajetreada, y quiere ir al cine a evadirse, la película de Alberto Rodríguez le da esa opción. En efecto, La Isla Mínima puede verse como un thriller convencional, con un asesinato, una investigación, y un desenlace con el hallazgo de unos culpables. Momentos de tensión, de duda, de delirio, de venganza... todos los ingredientes de una película policíaca. Si se visiona desde este punto de vista, La Isla Mínima resulta porque entretiene.
Sin embargo, subyace algo mucho más grande de esta historia. Ni más ni menos que los entresijos de cómo funciona, no ya la España de los 80, sino la España actual y así el mundo. La gran interpretación de Javier Gutiérrez, Concha de Plata en San Sebastián y favorito para los Goya, extiende un abanico de posibilidades que enriquecen la película. Sus miradas, sobre todo con los padres de las víctimas (remarcable la interpretación de Nerea Barros, una compostelana que en la película parece haber nacido en las marismas mismas), invitan a pensar que él ya ha estado allí anteriormente. Hay un matiz de complicidad no sólo con la madre de las chicas, sino también con su marido. Y comienza entonces la historia "no oficial" de la película. ¿Y si ese policía ha sido enviado allí precisamente para entorpecer la investigación? Recordamos que es familia del juez que se encarga del caso. La sibilina interpretación de Gutiérrez, soberbio en el lenguaje gestual y corporal como gran actor de teatro que es (aunque sea conocido por su papel en Águila Roja) comienza a dar pistas, también sibilinas. Brutal en los interrogatorios, aunque siempre con personas que poco o nada tienen que ver con el asesinato. Manso con los poderosos. Comienza a subyacer un entramado complejo en el que demasiadas personas importantes parecen estar implicadas en el caso. Se apunta a los capos de la droga, a jueces, a terratenientes... el statu quo, en fin, de un pueblo que, en realidad, es metáfora de todo el mundo. De un poder que no se puede tocar. Una maniobra que necesita de mansos como el policía que interpreta Javier Gutiérrez, que incluso da la impresión de introducir pistas falsas para encauzar la investigación hacia un fin en el que, ¿quién sabe?, quizá paguen justos por pecadores. Pero puede que no...
En este punto, el policía que interpreta Raúl Arévalo se convierte en el protagonista de la película. Agente joven, con ideas frescas, progresista, que apuesta más por el diálogo que por la fuerza bruta en los interrogatorios. Un policía confuso, impotente ante los giros inesperados que toma el caso. Desentraña la historia a través de un periodista de El Caso que cubre la investigación. Le filtra detalles a cambio de que el plumilla le suelte antecedentes de su compañero. Se van descubriendo cosas feas. Un pasado turbio. Un pasado, en suma, de mansedumbre con los poderosos. Nada ha cambiado. El drama del personaje de Arévalo no es que la investigación se cierre aparentemente en falso cuando parecía tocar la verdad con los dedos, sino que progresivamente se va convirtiendo en su compañero. El personaje de Gutiérrez es un animal solitario, frío, enfermo del riñón, alcohólico, violento, brutal, amargado. El personaje de Arévalo comienza de manera enérgica, con una persecución de velocista tras un sospechoso, y termina mustio, desquiciado, exangüe y, finalmente, también brutal. Ese es su drama. Es imposible luchar contra el sistema. O te integras o mueres. El drama, en fin, del ser humano.

INTERPRETACIONES Y TÉCNICA

La Isla Mínima es una muy buena película por dos factores clave en el cine: la conjugación de interpretación y técnica. En cuanto a lo primero, Javier Gutiérrez se come la película. Una interpretación de matices, de miradas, de gestos, de movimientos... una interpretación de enjundia. Tanto, que un policía fascista, violento y alcohólico resulta hasta agradable. Y eso está al alcance de pocos. A su lado, Raúl Arévalo está correcto. Tiende Arévalo a creerse aquello que alguien dijo un día de que es el Sean Penn español. Tiende a la mímica y, en ocasiones, parece un personaje más de la troupe de La Hora Chanante. Pero tiene algo este actor, seguramente algo antropomórfico, que lo hace distinto. No desentona ante el gigantesco Gutiérrez. Los secundarios, todos muy bien. En cuanto a lo segundo, amén de la dirección de producción, que consiguió ambientar la película en un escenario tan complicado como las Marismas del Guadalquivir, está la maravillosa fotografía de Alex Catalán. Un prodigio: desde las imágenes aéreas de la zona hasta la dificultad de los enormes cambios de luz y de textura entre zonas exuberantes y lugares casi desérticos. La luz es un personaje más de la película.
Y luego está Alberto Rodríguez, un director con nervio, con mucho cine en sus retinas, y eso se nota, y con una sensibilidad muy especial para este oficio.
Las cosas del márketing ya se han encargado de nombrar a La Isla Mínima la mejor película español del año. Yo no lo sé porque no las he visto todas (en San Sebastián, por ejemplo, perdió la Concha de Oro en favor de otra película española, Magical Girl, de Carlos Vermut) pero, si no es cierto, al menos está muy cerca de serlo. 

jueves, 2 de octubre de 2014

62 Festival Internacional de Cine de San Sebastián (y 2)



DÍA 3


Amanece un día esplendoroso en San Sebastián. Las gentes caminan resueltas por las calles. Paseamos a todo lo largo de la Concha. Un grupo de rusas de mediana edad se comunican en voz alta. Quizá sea la primera vez que ven el mar. Regresamos despacio al centro y comemos en un asador antiguo, sombrío y silencioso. Un placer.
La primera película del día nos lleva de nuevo a los cines Príncipe. Se trata de Lost and Found: Six Glances at a Generation, algo así como Perdidos y Encontrados: Seis Miradas a una Generación. En realidad es un compendio de seis cortometrajes de directores de la Europa del Este nacidos durante los últimos coletazos de los regímenes comunistas. Participan el serbio Stefan Arsenijevic; la búlgara Nadezhda Koseva; el rumano Christian Mungiu, la punta de lanza del magnífico nuevo cine rumano; la bosnia Jasmilla Zbanich, el estonio Mait Laas y el húngaro Kornel Mundruczó. En general, los cortos tienen tono de comedia y nos muestran la desorientación de los habitantes de esos países tras años de comunismo y la apertura a un capitalismo que tampoco les satisface. En mi opinión, el mejor es el del húngaro Mundruczó, titulado Punzadas de Silencio, un cuento gótico y sombrío, con tintes freudianos, sobre un hombre que se dedica a prevenir los suicidios, que está enamorado de su hermana y que acude a la casa solariega en la que ella vive con su madre, recién fallecida, para intentar evitar que su hermana acabe con su vida. Plúmbeo y estremecedor. Los demás, pasables.
Tras un pequeño descanso, asistimos a la proyección de la chilena Matar a un Hombre. Tiene que haber algún convenio entre los gobiernos de Chile y España para que películas del país sudamericano se estrenen en salas comerciales. En los últimos dos años he visto más películas chilenas que en toda mi vida. Y todas me parecen a medio cocer. Sin embargo, fuimos a ver Matar a un Hombre porque venía precedida de buenas críticas. Tiene que haber un convenio.
La película está dirigida por Alejandro Fernández Almendras, que es este señor (el del micrófono).


El tipo fue sincero. Reconoció que se había dispersado un poco en la escritura del guión y que la idea original había mutado. Se nota, se nota. No se puede  aburrir tanto en 82 minutos (a no ser que se trate de Gritos y Susurros). Al final de la película se señala que está basada en hechos reales, pero, para entretenerse, uno no puede dejar de pensar en que es la sublimación de una experiencia real, sí, pero del propio director. Ese guarda forestal que llega a casa en los extrarradios de una ciudad chilena (no se especifica cuál), cruza una cancha deportiva y se ve acosado por los camellos que están jugando una pachanga despide un tufo a adolescencia difícil que no se puede aguantar. Entonces uno piensa: ¿Y si toda la venganza que intenta tomarse por su mano el pobre hombre no es más que lo que le hubiese gustado hacer al director con sus acosadores? Un sinsentido, lo sé, pero entretiene...


                             

Resulta que el hijo del protagonista trapichea, pero le debe tanta pasta al jefe de los camellos que este le pega un tiro. El chaval sobrevive, van a juicio, pero la condena es irrisoria. Cuando el pistolero sale de la cárcel, se dedica a hacerle la vida imposible a la familia del protagonista. Al chaval lo encierran en un camión y lo zarandean. A su hermana, el capo la agrede sexualmente. El protagonista revienta y se va a por el hombre. Lo mata, sí, pero los remordimientos son enormes. La policía comienza a sospechar de él. Y en un final que es lo mejor de la película, todos sus fantasmas vienen a visitarle y... y no cuento más. 
Matar a un Hombre ha sido designada para representar a Chile tanto en los Óscars como en los Goya. Pero está a medio cocer. 

Salimos pitando de la sala porque a continuación Fernández Almendras se disponía a mantener un encuentro con el público y nosotros ya habíamos tenido bastante con la película. 

En la zona de pintxos descubrimos las delicatessen de A Fuego Negro, una mezcla de bar musical, con preferencias por el soul, y restaurante avant garde en el que se puede comer, por ejemplo, risotto con helado de tinta de calamar o unos cubos de txitxarro para morirse. Puede parecer un sacrilegio para los más conservadores, pero el local estaba de bote en bote y con una media de edad bastante baja. 
Luego, nos dejamos caer por el Oquendo, cafetería mítica donde es casi ley que asista el famoseo festivalero. La pared de la derecha es impresionante: fotos de la dueña con Bruce Springsteen, con John Malkovich, con... bueno, con todo el mundo. Pero a la única que vimos que saliese en alguna foto de las que cubren la pared fue a la dueña. Nada de artisteo. Nos lo tomamos con filosofía. 


DÍA 4

Nuevo día soleado. Nuestro último día de visionado de películas. Tras una mañana apacible, las neuronas me juegan una mala pasada. Hay veces que hay que respirar hondo antes de tomar una decisión, y ese día se me olvidó respirar hondo. Así que me empeño en ir a echar un vistazo a la alfombra roja por la que discurre toda la pléyade de actores, actrices, directores y productores (también gente sin nada que ver con el cine) de camino a la gala de clausura en el Kursaal. Incautos. Fuimos con una hora de antelación al comienzo de la ceremonia, con la certeza de que encontraríamos sitio sin problema tras las vallas. Nada de eso. Una esquina y gracias. El resto, copado por adolescentes que buscaban cualquier cosa de Orlando Bloom y, sobremanera, de Nikolaj Coster-Waldau, uno de los protagonistas de Juego de Tronos. Además, por Ley de Murphy, el guardia jurado con mayor diámetro craneal siempre se pone delante, tapando cualquier campo de visión. Aguantamos media hora. Hicimos un esfuerzo titánico por salir del enjambre, y nos alejamos. No obstante, alguna foto cazamos, como por ejemplo la llegada del equipo de Lasa y Zabala.


Nos alejamos porque habíamos ido a ver películas, en realidad. Y la penúltima de nuestra estancia en San Sebastián era Totó y sus Hermanas, película de Alexander Nanau y encuadrada en la sección de Nuevos Directores. El título recuerda más al Rocco y sus Hermanos de Visconti que al ambiente pijo de Woody Allen y su Hanna y sus Hermanas. Porque el esnobismo no tiene cabida en este disparo al estómago que filma Nanau, en lo que ya es otra perla del deslumbrante cine rumano. Es como si alguien en España se decidiera a rodar una película en las 3.000 viviendas de Sevilla. Pero que no parezca una película. Que parezca un documental. (De hecho, me sorprende leer reseñas sobre Totó y sus Hermanas en las que se la califica de documental). Es todo tan nuevo, que en realidad da la sensación de que hayamos metido un telescopio en una mísera vivienda de un barrio marginal de Bucarest. Tanto, que hasta los protagonistas parecen actores. Totó es Totonel, un niño gitano, que vive entre desperdicios y sordidez. Sus hermanas son Ana y Andrea. Su madre está en la cárcel por tráfico de drogas. Su madre, sus tíos, sus primos y un vecino que pasaba por allí. Su padre los abandonó hace muchos años. 


La cámara de Nanau no se corta. Entra en el chamizo, rueda cómo se pinchan, cómo traen la heroína, cómo por un soplo la policía irrumpe en la casa y se lleva a media familia, entre ellas a Ana, la hermana mayor de Totó. Ana es procesada. Se intercalan imágenes de su madre en prisión, denegándole una y otra vez la libertad. Ana lo niega todo. Pasa unos días entre rejas. La sueltan y vuelve a delinquir. Es memorable el monólogo de Ana, personaje real, en pleno mono, desistiendo de vivir, porque sabe que la vida es imposible. Es demasiado tarde. 
La película se centra entonces en Totó y Andrea. Para ellos no es demasiado tarde. Quieren salir del pozo. Totó encuentra una vía de escape en el break dance. Gana un título local. Andrea es más sentimental. Busca la salvación en el amor, hacia los demás y hacia ella misma. Busca un sitio en el mundo. La película es tan fresca, que parece que son los propios niños los que la filman. De hecho, se intercalan imágenes filmadas por los chavales con su móvil. Son las escenas más tiernas, de las pocas que hacen olvidar tanta sordidez.
El leitmotiv del tramo final de la película es la salida de la cárcel de la madre. Cuando Totó y Andrea parecen haber sacado media cabeza del agujero, la libertad de su madre, por terrible que suene, significa volver a la oscuridad. El final es abierto. Los tres vuelven en autobús a la ciudad. La madre piensa. ¿Será capaz de cambiar su vida por sus hijos o será la vida la que la arrastre a ella nuevamente?
Totó y Sus Hermanas es un hallazgo. Una película de un lirismo apabullante dentro de un entorno inhumano que recuerda a Ladrón de Bicicletas o Los Cuatrocientos Golpes. El cine de Rumanía sigue dejándonos perlas.

Aún impactados por la película de Nanau, nos vamos corriendo al Victoria Eugenia. Un error de cálculo había desembocado en que casi se solapasen las dos películas. La que cerraba nuestra selección era Murieron por Encima de sus Posibilidades, de Isaki Lacuesta. Lacuesta ya tiene su Airbag. Su carrera me recuerda a la de Juanma Bajo Ulloa, que rodó una obra maestra como La Madre Muerta para, a continuación, sumirse en el humor fácil, la banalidad y lo carpetovetónico con Airbag. Sí, un éxito de público, pero jamás volvió a rodar nada relevante. Espero que no pase lo mismo con Lacuesta, al que considero un gran director. Hace tres años ganó la Concha de Oro con el meticuloso y artesanal Los Pasos Dobles, en el que, mitad ficción, mitad realidad, Miquel Barceló viajaba a Mali en pos de un tesoro recién descubierto. Fascinante, de verdad. Por eso sorprende esta "ida de olla" que es Murieron por Encima de sus Posibilidades. De hecho, el propio Lacuesta reconoció que era un desmadre cuando la organización del Festival le propuso participar en la sección oficial y rechazó la invitación. La verdad es que sí, que es un desmadre. Y verlo en segunda fila gracias a los "eficaces" ujieres del Victoria Eugenia, aún más. 


                                    

Bueno, al lío: la película pretende ser un panegírico de lo que Lacuesta entiende, ya no por la crisis, sino por sus causas y consecuencias. Cinco hombres acaban en un manicomio por crímenes que perpetraron impulsados por alguna de las causas de los recortes: los de sanidad: Albert Pla tira a su esposa (Emma Suárez) por la ventana del hospital a modo de eutanasia; los de educación: Julián Vilagrán se carga a la profe de su hija (Ariadna Gil) en un exclusivo colegio porque la expulsa del centro; el paro: Iván Telefunken carboniza por accidente a su madre (Ángela Molina) porque descubre que se ha metido a puta  para poder pagar la casa en la que conviven; y las deudas: Jordi Vilches y Raúl Arévalo. En fin. la cosa no empieza mal, con algún gag que lleva a la sonrisa, pero la película va entrando en una espiral absurda que va mermando el interés hasta llegar al bostezo. Sí, muy bonito lo de la banda de los pandas que van a cargarse al director del Banco Central, pero con unos argumentos tan manidos, con un humor tan bobalicón, con ramalazos hipsters... Si ya existe un Santiago Segura, ¿por qué imitarlo? Jo, Isaki, con lo gran película que es Los Pasos Dobles, hombre. Eso sí: arrasará en taquilla y me huelo nominación a mejor secundario para Albert Pla en la próxima ceremonia de los Goya. Sin el fondo, nos gusta ser informales. Es ideal. 

Mucho más gracioso y surrealista, sin comparación, fue lo que nos encontramos poco después en el Be Bop: el cumpleaños intergeneracional de una septuagenaria de camisa inenarrable y gafas de azafata del un, dos, tres. Bailes y saltos inopinados, con hijos, hermanos, nietos, cuñados, nueras, yernos... Despiporrante. Lo uno por lo otro.


Al día siguiente regresamos a casa. Llegando a Bilbao, descubrimos atónitos un desvío a Algeciras. Sólo en Bilbao es posible. En cualquier sitio se encuentran historias maravillosas. 


COROLARIO

El Festival de San Sebastián es exceso: exceso de famoseo, de fanatismo, de hormonas disparadas, de programación... pero San Sebastián es San Sebastián: el festival más importante de España y con Cannes, Berlín y Venecia, de Europa. Hay que ir. Otra cosa ya es lo de los Premios Donostia. Yo he llegado a la conclusión de que las productoras proponen en función de lo que quieren estrenar a lo grande, y el festival acepta. Denzel Washington: estrena película. Premio Donostia. Benicio del Toro, un actor correcto, estrena película: Premio Donostia. ¿Qué película vino a estrenar Bette Davis? ¿o Gregory Peck? ¿Cómo es posible que Fellini, Billy Wilder o Kurosawa no lo tengan? por decir tres. Mercadea, que algo queda. Ay, la mercadotecnia. 




martes, 30 de septiembre de 2014

62 Festival de Cine de San Sebastián (Primera parte)



INTRODUCCIÓN


Un cinéfilo debe ir, al menos una vez en su vida, al Festival de San Sebastián (Zinemaldia en euskara). Yo nunca lo había hecho. Era un deseo que por falta de tiempo se iba quedando en el limbo. Este año, sin embargo, se dieron las circunstancias. 
Las sensaciones son contrapuestas. La actividad se desarrolla en los alrededores del Kursaal y el hotel María Cristina. Las llegadas y salidas de los famosos, las ruedas de prensa, las presentaciones de películas... los locales y los visitantes se dejan caer por los lugares "calientes" a ver si cazan una foto, un selfie o un autógrafo. A la dirección del festival le interesa que haya ese bullicio en la calle. A ambos lados de la puerta principal del María Cristina la organización coloca dos pequeños graderíos, forrados con alfombra roja, que los fotógrafos profesionales comparten con los "caza-cualquier-cosa". Los hay que rozan la obsesión. Llegamos a la conclusión de que ni siquiera duermen. Su "casa", durante esa semana, es ese graderío. Cualquiera puede caer en la tentación. Por ejemplo, la llegada de Benicio del Toro.




Otro momento marca de la casa es el paseíllo desde el María Cristina al Kursaal (unos 200 metros) del famoseo que accede a la gala de clausura. Cuatro horas antes ya hay gente apostada a la puerta principal. Es el acabóse. Con mayoría de público juvenil, el paso de los actores y actrices de moda se convierte en un enjambre de chillidos y móviles al aire intentando captar algo. Cualquiera puede caer en la tentación.




No suelo juzgar, y no lo voy a hacer tampoco con este asunto. Si la dirección ha apostado por este modelo de festival, será porque deja mucho dinero en la ciudad y porque San Sebastián está en el candelero durante una semana, con el patrocinio de RTVE, osea, con el patrocinio suyo y mío. El glamour se impone y me da la sensación de que el aficionado al cine de la propia ciudad comienza a alejarse un poco de la pompa y el celofán. El motor de un festival de cine es la afición local. Quizá la dirección deba reflexionar sobre el asunto. La impresión es que la organización deja caer una programación nutridísima como el que no quiere la cosa, y espera que el resto llegue por añadidura. Ni una actividad paralela, ni exposiciones, ni conciertos... que los pintxos hagan el resto. Eso, y la proliferación de actores y actrices conocidos, a los que se mima hasta la extenuación. En el periódico oficial se estipula la llegada y salida de los más destacados (no leí, por ejemplo, la llegada de Bille August) y se publicitan las fiestas (privadas) a las que asistirán las estrellas, todas ellas en discotecas en primera línea de playa (alguna incluso en la misma playa) que hacen el septiembre. El caso es que haya ajetreo. 

Estuvimos cuatro días. Vimos diez películas. Dos, tres a lo sumo, realmente destacables. Nos fiamos de la información sobre la venta de entradas on line que ofrecía la web oficial y nos perdimos alguna película porque se señalaba que no había entradas. Luego, in situ, descubrimos que en taquilla había excedentes y que lo que en la web se especificaba como "sin billetes" tan solo se refería a la venta por anticipado. En fin. 


DÍA 1

Debutamos en los cines Príncipe, situados en la plaza Zuloaga, en pleno casco viejo y a un paso de la zona de pintxos. Es una plaza abierta, en la que también se ubica el museo de San Telmo. Está plagada de niños. En un lateral se ubica un parque infantil grandioso, con artefactos que dan vueltas y columpios y espacio abierto para correr. Y los niños, claro, pues corren. Y lanzan el balón de manera inopinada, y andan en patinete. Llegamos a creer que no son niños, sino actores contratados para amenizar las colas que se forman delante de los cines. Una costumbre local que no tiene nada que ver con la posibilidad de quedarse sin sitio, sino de elegirlo. Sí, también un poco de exageración. La de Lasa y Zabala en el Kursaal fue impresionante.



Otra costumbre de los donostiarras es acompañar con aplausos la música de la cortinilla de entrada que antecede a la proyección de cada película.





En una sala minúscula vimos La Muerte de un Hombre en los Balcanes, una película serbia de 2012 dirigida por Miroslav Moncilovic. Los presagios no eran buenos. En la butaca de delante un hombre, con cabeza de levantador de yunques, se quedó dormido antes de empezar la película, para solaz de una pareja que estaba sentada a su lado. Pero sólo eran presagios, porque la película resultó magnífica. Un músico se suicida delante de su webcam. La cámara, que queda encendida, recoge todo lo que ocurre a continuación. Y lo que ocurre es una mezcla de Berlanga y Esperando a Godot. Los vecinos que se emborrachan. Los vecinos que ponen verde al muerto. La policía de Belgrado, incompetente y fatua. El enterrador... una corola de personajes muy pero que muy bien escritos, y muy pero que muy bien interpretados. Entretenida, divertida y con el hallazgo de un mismo plano al estilo La Soga (sólo hay un movimiento de cámara, cuando una enfermera se tropieza accidentalmente con la webcam). Muy recomendable esta película modesta pero ingeniosa. Y ese es el valor del cine.


                                         



Como la siguiente película del día (ya de la noche) también se proyectaba en los Príncipe, hicimos tiempo con unos pintxos en las calles aledañas a los cines que, en sí, son el epicentro de la ruta del pintxo. Las calles Pescadería, 31 de Agosto y Fermín Calbetón son el triángulo mágico. Hay de todo: gente que le da al magín y otros que ensartan un trozo de morcilla de arroz. Hay de todo. También en cuanto al servicio. Es loable el esfuerzo de muchos camareros en explicarle a un habitante de Sacramento (California) qué es la morcilla, el txitxarro o el txangurro. Loable de verdad. Otros no lo hacen. Hay de todo. Ah, y una cosa: San Sebastián no es Tahití, con lo que no es necesario poner el aire acondicionado a todo lo que da. Lo digo por el bar Sport. Mi espalda aún se acuerda de sus dueños. Pero muy buena la bola de carne. Lo uno por lo otro. 
El caso es que la segunda película era La Desaparición de Eleanor Rigby, estreno en España del debut del productor Ned Benson. La película se encuadraba en la sección Perlas. Caray, con ese nombre, se da por hecho que el material es bueno. Pero no. Ojo al argumento: dos pijos neoyorquinos se casan. Él regenta un restaurante ruinoso, por matar el tiempo, porque sabe que tarde o temprano heredará el de su padre, del que son clientes habituales... los Rolling Stones (!). Los padres de ella son, ojito, catedrático de psicología en Yale y ex violonchelista en década sabática que sólo se dedica a beber vino. Además viven en una mansión de las que picas al timbre y tardan dos minutos en abrir la puerta. El caso es que la pareja feliz tiene un hijo y se muere. Y a ella le entra una depresión que primero se tira al Hudson y luego se apunta a unas clases de introspección del yo o algo así con una profesora que se dedica a comer hamburguesas tamaño XXXL y a leer en clase unos apuntes del año 70. Ella se va de casa para olvidar el mal trago. Van, vienen, discuten y ella, finalmente, para olvidar que ha perdido a un hijo, se va a París, la ciudad donde se conocieron sus padres, a vivir la bohemia. Su padre incluso le da direcciones de cafés chic. La película no acaba ahí, pero no la voy a destripar. 

                                      


A parte de que el argumento es su peor enemigo, La Desaparición de Eleanor Rigby (como la canción de los Beatles. En la película se explica el por qué de su nombre pero, sinceramente, lo he olvidado) tiene algo que desentona en la dirección, o el montaje, o ambos: la proliferación de primeros//primerísimos planos de Jessica Chastein. La aclaración llega en los créditos: ella misma es la productora. Chastein está bien, pero ya suena para los Óscars y me parece una exageración. A James McAvoy alguien le ha dicho que se parece a Russell Crowe y pone los ojos así pequeños cuando se ríe y habla como si fuera a entrar a banderillas con Cómodo. Mi adorado William Hurt habla como si acabara de tomarse una caja de valium e Isabelle Huppert, a tenor de su expresión, parece que no va al baño desde 1996. 
Como había que olvidar tamaña "perla", al otro lado del Urumea está el Be Bop. Ambiente internacional, buena música, cañas mejorables... bien. Sin embargo, dos parejas, de manera inopinada, se subieron a la tarima que hace de pista de baile y se pegaron dos vueltas al ruedo andando a gatas y cogiendo el de detrás los talones del de delante. 
Fin del primer día.


DÍA 2

Había que ver Lasa y Zabala en San Sebastián. Se le había politizado en demasía, sobre todo por haber recibido una subvención de Bildu que, no lo olvidemos, gobierna en San Sebastián. Teníamos curiosidad por comprobar la reacción de los donostiarras a la película. Ya saben: el GAL, Galindo, dos etarras cabezas de turco, una semana de torturas, dos disparos (en realidad tres) en la cabeza, diez años de silencio, dos cadáveres en Alicante, una investigación reabierta, una condena a cuatro guardias civiles y al gobernador civil de Guipúzcoa.  Años de plomo, de crímenes y de alienación. Pablo Malo, el director, llegó a decir que cuando aceptó el proyecto muchos le dieron el pésame. Era jodido asumir una película a la que le iban a zurrar por diestra y siniestra. 
La película la vimos en la sala 1 del Kursaal. Una sala vertical como un rocódromo. De las 2.000 localidades, calculo que habría 20 libres. Me da la impresión de que mi mujer y yo éramos los únicos no vascos. El silencio fue espeso durante la proyección. Mucha gente se conmovió. La chica que se sentó a mi lado se pasó media película llorando. Por lo terrible de todo. Porque ya no había bandos. Porque todo era un sinsentido mórbido. 
La película es dura. Muy dura. Pablo Malo se deja poco en el tintero. Las torturas se perpetraron en el palacio de la Cumbre, a escasos 500 metros del Kursaal, en pleno centro de San Sebastián, con la anuencia de Julen Elgorriaga, gobernador civil de Guipúzcoa.. 


                                         


A mi me pareció una gran película. ¿Necesaria? No sé. No creo que ninguna película sea necesaria. Me pareció que detrás había un director con nervio y con pulso, un guión estructurado en base a flashbacks y flashfordwards que le dan dinamismo a la acción y unas interpretaciones magníficas. Unax Ugalde cumple como abogado defensor. Francesc Orella, quizás el mejor actor español de la actualidad, ES Galindo. Los guardias civiles implicados están sobresalientes, en especial un inmenso Oriol Vila. La película funciona. He leído a una vaca sagrada de la crítica cinematográfica española decir que "no conmueve", como si esto fuese Bambi. En fin. Si se quiere politizar, ofrece mil razones. Pero como mero instrumento artístico, funciona y muy bien. Al final, el público donostiarra la ovacionó durante cinco minutos y luego se fue despacio, en silencio. No tengo ni idea si se había cerrado alguna herida. Las ovaciones siguieron después, en la alfombra roja, en las ruedas de prensa... en el resto del estado se estrenará el 16 de octubre dios mediante. 

Después de comer, también en el Kursaal, teníamos Tigers, la última película del bosnio Danis Tanovic, que estaba a concurso en la sección oficial. Tanovic se había hecho un nombre en la industria en 2001 al ganar el Óscar a la mejor película de habla no inglesa con En Tierra de Nadie. Por el interesante docudrama La Mujer del Chatarrero triunfó el año pasado en Berlín. Así que las perspectivas eran buenas. Sin embargo, varios factores se unieron para contradecir esta noción. Primero, la hora. Las cuatro de la tarde no es la mejor hora para ir al cine, y menos si acabas de comer en San Sebastián. Segundo, el hecho de que fuese el primer pase en el festival. Ya se sabe: invitaciones por doquier, gente entusiasmada porque le han permitido entrar gratis, la clac, periodistas que van a dormir (literalmente, un hipster se tumbó todo lo largo sobre dos butacas a echar la siesta). Pero el mayor problema fue la película, una coproducción franco-britano-pakistaní con aroma a subvención. En realidad, Tigers pretende ser un documental, o una experiencia metacinematográfica, es decir, se ve a un director y unos productores ficticios hablando por videoconferencia con el actor que hace de personaje real, y negociando cómo va a ser el documental que en realidad es la historia que nos cuenta la película. Osea, que no es nada. La historia real: cómo un modesto visitador médico pakistaní encuentra en Nestlé el trabajo de su vida. Vender leche en polvo para bebés. La empresa, después de una agresiva sesión de coaching (de ahí el título de la película o lo que sea) le da dinero para sobornar a los médicos. Pero el producto era veneno. Mezclado con aguas no potables en las aldeas paupérrimas de Pakistán, aquellos polvos se convertían en una ponzoña que mataba a los niños por decenas. El tipo denuncia a su compañía pero la carne es débil: se deja engatusar por un soborno del estado para mirar hacia otro lado y se descubre el pastel.
Al final, ovación por parte de la clac, silencio por parte de la gente que había pagado por ver aquello. Alguno incluso se despertó con los aplausos. El director, un poco azorado porque sabía que la película no estaba a la altura, y los productores paquistaníes, un poco sobrepasados, saludaron desde el palco iluminados como si se tratase de una aparición mariana. 



Para acabar la jornada vimos la primera película de la historia enteramente hablada en euskara en participar en la sección oficial: Loreak (Flores). Se proyectaba en los cines Antiguo Berri, situados en la zona llamada Antiguo que, en realidad, es nueva. Está al final del paseo de la Concha. Una zona residencial y algo tristona. Los cines están bien, con cafetería en el hall, una bañera acondicionada como chaise longue y unos sofás comodísimos para sobrellevar la espera. Al ser una sesión nocturna y una película cien por ciento vasca, volvimos a ser los únicos no autóctonos en la sala. Mucho adolescente, por lo que dedujimos que los centros educativos de la ciudad habían repartido entradas entre los alumnos. La verdad es que Loreak es una película agradable, con ratos emotivos, y bien contada por José María Goenaga. La historia de cómo unos ramos de flores van conectando a tres mujeres y un hombre es un hallazgo, pero quizá sea material más para una novela que para una película.


                                  

No es que sea una mala película, pero cojea por el lado interpretativo y por un exceso de modestia. Agradable, pero mejor una novela que una película. 

Para acabar la jornada, nos metemos en un bar que será un descubrimiento: el Ondarra, justo frente al Kursaal. Tiene el Ondarra ese aire de tasca un tanto sórdida que es tan irresistible. Y tiene el Ondarra un camarero excelso, de esa estirpe de camareros activos, que dan conversación agradable y que, si al día siguiente vuelves, sabe exactamente en qué punto dejó la conversación el día anterior. Esos camareros a los que habría que declarar especie protegida. En la barra charlan tres técnicos que han participado en Lasa y Zabala. Se quejan de lo poco que se paga, de lo mal que habían trabajado con un director donostiarra (cuyo nombre omitiré), de las subvenciones astronómicas que ahora se otorgan en Canarias. En esto, entra un chavalote con aspecto de delantero centro del Elgoibar y una mujer rubia. No caemos a primera vista. Luego, nos damos cuenta de que son Isaki Lakuesta y Emma Suárez. Se ponen a hablar con los técnicos del rodaje de La Ardilla Roja, de Julio Medem. Escuchamos. Sonreímos. 

FIN DE LA PRIMERA PARTE

TO BE CONTINUED...