Gracias a todas aquellas personas que, año tras año, nos anuncian la aproximación del verano. Y es que ni el incipiente calor, ni la costumbre de hablar en diminutivo, ni el empeño de las marcas en convencernos de que ya somos libres, nada de esas cosas abre las puertas al solaz estival. El comienzo del verano es el olor a comida que abandona las cocinas de las casas, su prisión, y corre liberado a través de las ventanas para convertir las calles en otra cosa diferente a lo que eran antes, sólo un minuto antes, en una suerte de lugar libre de trabas, de camino franco. Se densa el ambiente al tiempo que se destensan los cuerpos. Gracias por esa alegría minúscula, por ese gesto de abrir las ventanas y que el aroma a viandas y, en realidad, a todo lo que contienen las casas, salga en oleadas y convierta al mundo en un lugar distinto, en el que particularmente me gusta vivir.
El verano, todo el mundo lo sabe, comienza mucho antes de lo que dicta el calendario, que no deja de ser una convención internacional, y finaliza, por ende, mucho después. En realidad, comienza cuando nos da la gana. Siempre hay un verano para cada persona. Uno envejece, pierde interés por ciertas cosas, gana interés en otras, pero existen liturgias veraniegas que no cambian nunca: quejarse por el calor, tratar de purificarse, de mudar la piel, buscar lugares atestados de gente, hacer una declaración de intenciones en cuanto a ver con más frecuencia a la gente que quieres (pocas veces se cumple), esa absurda querencia por "disfrutar" de la naturaleza y, cómo no, hincharnos a películas. El cine es al verano lo que las revoluciones a octubre. Obviamente, no me refiero a ir al cine, algo que ni siquiera el aire acondicionado hace atractivo en verano, estación de las estupideces cinematográficas por antonomasia. Me refiero a ver películas en la tibieza del hogar, en esas noches de grillos, perros, moscas, polillas y quietud. Esas noches en las que abres las ventanas y toda tu casa flota hacia la calle.
Uno revuelve en la colección y selecciona películas para una noche de verano. Pero, ¿en qué se basa la elección? En mi caso, deben ser películas que consigan que no hablemos durante su metraje, en las que preguntemos "¿qué ha pasado?" al volver del baño, y que tengan el suficiente calado pero la suficiente ligereza como para que podamos verlas repantigados en el sofá, adquiriendo posturas inverosímiles, con la certeza de que lo que estamos viendo está, en cierta medida, modificándonos.
Os invito, pues, a compartir esta selección de títulos que os inducirán a hacer contorsionismo en el sofá. Empezamos con el rey del cine veraniego.
El Rayo Verde. Francia, 1986. Título Original: Le Rayon Vert. Dirección: Eric Rohmer. Reparto: Marie Rivière, Rosette, Béatrice Romand, Vincent Gauthier, Sylvie Richez, Basile Gervaise. Guión: Eric Rohmer & Marie Rivière. Música: Jean-Louis Valero. Fotografía: Sophie Mantigneaux. Duración: 96 minutos. Color.
DE LA LUZ HACIA LA LUZ
El Rayo Verde es puro verano y puro Rohmer. La tristeza intrínseca al exceso de luz, a la inmensidad de los días, una especie de cataclismo universal, algo que nuestros sentidos no acaban de tolerar, ataca sin piedad a Delphine. Estar solo en invierno es más llevadero: casi todo el mundo lo está. Pero estar solo en verano es una suerte de condena por errores del pasado, algo insoportable cuando todo el mundo tiene planes. Cualquier director medio contaría esta historia de manera plana, lineal y sin emociones. Pero Rohmer es ese director que te cuenta la película como el amigo que te cuenta un cotilleo. Cotillear es difícil, es como contar un chiste. Hay que calcularlo todo: las inflexiones de la voz, el gesto, los silencios, cuánto durarán las risas tras la primera anécdota para continuar luego sin que la historia pierda tensión... Rohmer es el Gila del cine mundial. Coge unos personajes, mondos, lirondos y sin pasado, y te los pone ahí enfrente, como en una rueda de reconocimiento. Luego los va despedazando, poco a poco, como un buen asesino en serie. Y todo lo que supuran es gracioso, patético, incómodo, trágico... y sin que te des cuenta, después de desollar al personaje central, Rohmer, dulcemente, te viste con su piel, hasta que tú mismo eres ya el personaje. Rohmer es el gran contador de historias, el escritor que repudió las letras y se alió con la luz y la imagen. Todo parece sencillo cuando ves una película del director de Tulle, lo que es sinónimo de una dificultad extrema.
El Rayo Verde se inspira en la inmortal novela homónima de Julio Verne, en la que se narra el empeño de un matrimonio escocés, los Melville, en casar a su sobrina Elena con Aristobulus Ursiclus. La única manera de conseguir que se enamoren es que ambos vean al unísono el famoso rayo verde, último destello del sol antes de fenecer en los días más cristalinos del verano y sólo visible, al parecer, en ciertas latitudes. Se dice que si dos personas ven juntas el rayo verde, sus destinos se verán ligados para los restos. Nada dice la leyenda, en cambio, de si el fenómeno es observado por varias personas juntas. Mejor no pensarlo...
Rohmer cuenta la película al revés, como se deben contar las historias. El comienzo es el final de algo y el final es el comienzo de otra cosa. Se inicia con un viaje frustrado a la luz: A Delphine una amiga la deja colgada unos días antes de iniciar unas vacaciones en Grecia, y termina con otro viaje a la luz, en este caso a San Juan De Luz. Por el medio, esta secretaria parisina, hasta ese momento anodina e infeliz, melindrosa y supeditada a un supuesto novio que huye de ella, se va quitando capas de piel y pasado, se descarga de átomos para terminar siendo otra persona distinta, quizá la misma de antes.
DELPHINE ANTE EL ESPEJO
El abatimiento ante la perspectiva de pasarse sola todo el verano en París (lo cual no es mal plan siempre y cuando no vivas en París), pone a Delphine ante el espejo. Su novio, o lo que ella dice que es su novio, también la ha abandonado. Rohmer asume los roles de los cuentos clásicos para poner a su protagonista en el camino, un camino que pasa por Cherburgo, París, Biarrtiz, Baiona y San Juan De Luz, y durante el cual Delphine se encontrará a sí misma. Encontrará a todas las mujeres que podría ser pero que no quiere ser. Se verá las caras con todos los hombres con los que podría pasar el resto de sus días, pero con los que no los quiere pasar. Soporta que la cuestionen, que pongan en duda sus creencias... y finalmente alcanza su destino, ése en el que cree, ése que cree atisbar en los naipes que, inopinadamente, encuentra en la calle o en la playa, o consultando el horóscopo. Delphine cree que algo nos espera al final del camino, algo inamovible y puesto ahí por una entidad superior. Pero, realmente, ¿cómo sabemos si el destino es el destino, si nos estaba reservado o es consecuencia de nuestros actos y pensamientos? Determinismo: ¿a favor o en contra?
El Rayo Verde tiene uno de los finales más bellos de la historia del cine. El monosílabo con el que termina la película es una suerte de descompresión, de alivio tras llegar a un destino tras un tortuoso viaje. Pero queda la duda: ¿Es auténtico todo lo que pasa en los últimos diez minutos o Delphine ha desaparecido, se ha perdido en el mar de Biarritz o en estaciones de tren solitarias, siempre solitarias en tardes de verano?
COROLARIO
El Rayo Verde está hecha para disfrutar, como todo el cine de Rohmer. Discurre como un ultraligero por un cielo límpido... desde la lejanía todo parece lento. Dentro del avión, el mundo cambia a cada segundo.