jueves, 26 de junio de 2014

PELÍCULAS PARA UNA NOCHE DE VERANO (II): "LOS JUNCOS SALVAJES"

Les Rouseaux Sauvages. Francia, 1994. 113 minutos. Dirección: André Techiné. Reparto: Èlodie Bouchez (Maite); Gaël Morel (François); Stéphane Rideau (Serge); Frédéric Gorny (Henri); Michéle Moretti (Madame Álvarez, madre de Maite); Jacques Nolot (Monsieur Morelli); Eric Kreikenmayer (Pierre, hermano de Serge); Nathalie Vignes (Irene, cuñada de Serge). Guión: André Techiné, Gilles Taurand & Olivier Massart. Música: Varios. Fotografía: Jeanne Lapoirie. Montaje: Martine Giordano. Dirección Artística: Pierre Soula, Leonardo Haertling & Agnés Lèvy. Color.




INTRODUCCIÓN

Hago trampa. Lo reconozco. Los Juncos Salvajes no se desarrolla estrictamente en verano. La acción tiene lugar en la Provenza en los últimos días de la primavera. Esos días largos, suaves, entrañables y esperanzados que vaticinan el verano y que son, en sí mismos, los días más bellos del estío. La melancolía, la soledad y esa sensación de volver a empezar, que rezuma la película sí son típicamente veraniegos. Así que la cuelo, porque sí. 
La cuelo porque sí y porque recuerdo la primera vez que la vi. Noviembre de 1994. Puede que martes. La disyuntiva era sencilla de solventar: soportar una hora insufrible de Gramática Generativa Transformacional, una de las grandes pérdidas de tiempo de la historia de la Universidad española, o coger el autobús de Oviedo a Gijón y ver Los Juncos Salvajes. La pasaban en el Festival de Cine de Gijón. Era una sesión infantil, pero yo estaba acreditado por una radio local y aquello, para qué engañarse, molaba. Recuerdo sesiones cuádruples en días febriles. Iba a todo. Así que me metí en el teatro Jovellanos un mediodía de sol, de esos días de otoño que sólo disfrutamos en el Norte. La sala estaba llena de niños de instituto invitados por la organización. Revoltosos al principio. La belleza de la película les hizo callar. El pase fue delicioso.
Los Juncos Salvajes me dejó boquiabierto. La impresión que quedó en mi cerebro fue la de una película fascinante, literalmente hablando, bella, sosegada, y esperanzadora. Con una luz casi mística, gracias a la fotografía de Jeanne Lapoirie, una de las grandes directoras de fotografía del cine europeo, la película transcurre plácida, justo lo contrario de lo que pasa por la mente y la vida de los cuatro protagonistas, adolescentes que quieren ser mejores que sus padres.


CUANDO PUDIMOS CAMBIAR EL MUNDO

Quizá mi amor por Los Juncos Salvajes radique en dos asuntos capitales: en primer lugar, que hablaba de mí, de cómo encontrar un lugar en un mundo hostil. En segundo lugar, porque empezaba con una de mis canciones preferidas, la gloriosa Runaway de Del Shannon.


                                     


Sí. Los Juncos Salvajes hablaba de mí. Provenza. 1962. Guerra de la Independencia de Argelia como telón de fondo. El mundo cambia, pero la vida no. En un colegio mayor tenemos a François, un chaval debilucho (no puede correr por problemas de corazón, pero sí nadar, en una auténtica metáfora de la película), sensible, generoso, que lucha por saber quién es. Serge, una auténtica apoteosis hormonal, un cruce entre Iker Casillas joven y un peso welter, de origen argelino, misterioso y desesperado. Henri, mayor que el resto, nihilista, lleno de ira. Sus padres viven en Argelia. Nacionalista a ultranza, vive pegado a una radio en la que escucha las noticias que llegan de la guerra. Siempre queriendo huir. Siempre queriendo dejar un pequeño poso en la gente que lo rodea. Finalmente, Maite, hija de la profesora de literatura, de origen español, idealista, luchadora, militante comunista, dura, exigente, pero con un pánico exacerbado a la vida. A esa vida que finalmente la arrollará. Casi dos horas después, los cuatro personajes se nos muestran completamente distintos, en un alarde de guión magnífico. 


                                        


Quieren dejar que la vida pase. Pero la vida les sale al paso. Sus mayores pertenecen a una generación resquebrajada y fútil. La madre de Maite, activa durante la Segunda Guerra Mundial, se niega a cobijar al hermano de Serge, combatiente en la guerra de Argelia, y que desea desertar. La muerte de Pierre le crea un sentimiento de culpabilidad que desemboca en locura y, eventualmente, tras una elipsis maravillosa, en el suicidio. El profesor sustituto, Morelli, cree en los libros y los manuales, en la ética vieja, en los dictados. El hermano de Serge muere tras un acto de cobardía. Su viuda, quizás el personaje central de la película , una campesina analfabeta, trata de casarse con su cuñado en un acto cosmético: que todo siga su curso "natural".
Pronto los cuatro jóvenes descubren que la vida es otra cosa. Que todo lo que conocen no sirve. Descubren que la vida es la piel, y el deseo, y ser uno mismo, sea lo que sea. François descubre su homosexualidad y su amor por Serge. Maite rompe el muro que la separa del mundo y en la escena más bella de la película se entrega a Henri. Henri y Serge descubren que la vida no es más que una concatenación de pequeñas ráfagas de placer, momentos de absoluto delirio. El resto, es una preparación para la muerte. 
Los Juncos Salvajes es una película carnal, sensible y bella. Sobre todo, bella.


                                      


Querían cambiar su mundo, que es lo mismo que decir el mundo, pero se dieron cuenta de que sólo podían cambiarse a sí mismos. 

COMO UN RÍO

La vida de los cuatro es como el río, el epicentro de la película. Fluye salvaje y hay que aguantar la corriente. El título de la película procede de una fábula de Lafontaine, en la que un junco, gracias a su flexibilidad, soporta la tempestad que doblega al roble. Así son los personajes de la película. En una secuencia final majestuosa, los cuatro se bañan en el río, una metáfora de que todo cambia para ellos. Cuando termina, todo es diferente. El color de las cosas cambia. El mundo gira a otra velocidad. Y ellos se aferran a algo que saben que no va a durar. Que el tiempo se lo llevará. Que Serge y Henri se irán lejos. Que François volverá a ser un tipo solitario. Que Maite será una mujer fuerte y sin miedo. Lo importante es ese momento de seguridad plena que nunca volverá. Como la maravillosa escena en la que François se abraza a Serge mientras van en moto.



 Pero aquella primavera-verano de 1962 cambió sus vidas. Cambió su mundo. Cambió el mundo. 


COROLARIO

Para ver Los Juncos Salvajes hay que sentir una pizca de melancolía, algo que en verano es fácil. Abrir las ventanas y la mente a una película hermosa, honesta y cercana, con un trasfondo y unos diálogos abrasadores. Ideal, por ejemplo, si al día siguiente habéis quedado a comer con los amigos de juventud, aquellos con los que creíais que pasaríais el resto de vuestras vidas pero que un día se fueron con la corriente del río. 



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