viernes, 10 de octubre de 2014

CRÍTICAS (V): "LA ISLA MÍNIMA"

La Isla Mínima. España, 2014, 105 minutos. Dirección: Alberto Rodríguez. Reparto: Javier Gutiérrez; Raúl Arévalo; Nerea Barros; Antonio De la Torre; Jesús Castro; Manolo Solo; Jesús Carroza; Cecilia Villanueva; Salvador Reina; Juan Carlos Villanueva. Guión: Alberto Rodríguez & Rafael Cobos. Música: Julio De la Rosa; Fotografía: Alex Catalán. Montaje: José M. G. Moyano. Color. 



INTRODUCCIÓN

Alberto Rodríguez es un director áspero, pero con clase. Es áspero, porque los temas que elige lo son. Pero tiene elegancia a la hora de ponerlos en escena. Es un director español diferente: pocos, hasta ahora, habían descrito la lucha del individuo contra el mundo que le rodea de manera tan sedosa. Es esa mezcla la que hace que películas como Siete Vírgenes o Grupo 7 sean tan atractivas.
En La Isla Mínima, Rodríguez narra un hecho tan aberrante como el secuestro, violación, tortura y asesinato de dos adolescentes con un estilo tan etéreo que parece que estemos asistiendo a un documental sobre París. En este sentido, y no parece una idea tan descabellada, la película me recuerda a Chinatown, la obra maestra de Polanski. Una película violenta, sí, pero en la que tan sólo se oye un disparo y es al final. Como Jack Nicholson, los detectives que investigan el caso en la obra de Alberto Rodríguez pasean por los vericuetos de su conciencia antes de encarnizarse en encontrar al culpable.

MARISMAS DEL GUADALQUIVIR, AÑOS 80

El director sevillano llegó a reconocer que el guión primigenio se desarrollaba en la actualidad (sería curioso ver el resultado si se hubiese rodado ese texto. Me imagino una película aún más ambiciosa). Sin embargo, una vez terminado, Rodríguez vio que aquéllo no funcionaba. Nunca ha aclarado por qué. Así que reescribió el guión situándolo en la España de los primeros años 80. Una España en plena confusión, y con el franquismo aún latente, incluso más que hoy en día. El guión es magnífico y, como todos los guiones magníficos, tiene un par de fallos de difícil deglución, aunque finalmente se evaporan por el peso del resultado final. El pueblo de las Marismas del Guadalquivir en el que se desarrolla la acción está en plena ebullición. Los jornaleros se rebelan contra un patrón arbitrario y clasista. La fábrica de cangrejos está a punto de echar el cierre. Hay demasiado resquemor en el pueblo. Todos sospechan de todos. Cualquiera puede ser un confidente de la Guardia Civil o, peor aún, de ese poder omnímodo e invisible que parece dominar toda la película.
Y, en eso, un doble asesinato. Es un caso peliagudo. Dos adolescentes han desaparecido. No es la primera vez que pasa en el pueblo. Hay un extra: el drama se ha producido en lo más profundo de España: una extensión ingente de arrozales, pantanos y una fauna tan extraña como lo son los mismos habitantes de un pueblo subdesarrollado. Es un marrón, vamos. Así que la policía elige a dos detectives expedientados: uno, franquista y frío (Javier Gutiérrez), por emplear métodos de la brigada político-social (la Gestapo de Franco) en los interrogatorios. El otro, de izquierdas y confuso (Raúl Arévalo) por, probablemente, haber filtrado detalles de investigaciones a El Caso. Sin embargo, hay que estar muy atentos a un detalle: un habitante del pueblo pone en duda que el personaje de Gutiérrez haya recibido un castigo, sino que apuesta a que se le ha otorgado el caso porque es sobrino del juez Andrade, el que sigue las diligencias de la investigación. Un detalle que será importante posteriormente para desentrañar la película.


DOS VISIONES 

La Isla Mínima puede verse desde dos ópticas. Si usted ha tenido un día ajetreado, o una semana ajetreada, o una temporada ajetreada, y quiere ir al cine a evadirse, la película de Alberto Rodríguez le da esa opción. En efecto, La Isla Mínima puede verse como un thriller convencional, con un asesinato, una investigación, y un desenlace con el hallazgo de unos culpables. Momentos de tensión, de duda, de delirio, de venganza... todos los ingredientes de una película policíaca. Si se visiona desde este punto de vista, La Isla Mínima resulta porque entretiene.
Sin embargo, subyace algo mucho más grande de esta historia. Ni más ni menos que los entresijos de cómo funciona, no ya la España de los 80, sino la España actual y así el mundo. La gran interpretación de Javier Gutiérrez, Concha de Plata en San Sebastián y favorito para los Goya, extiende un abanico de posibilidades que enriquecen la película. Sus miradas, sobre todo con los padres de las víctimas (remarcable la interpretación de Nerea Barros, una compostelana que en la película parece haber nacido en las marismas mismas), invitan a pensar que él ya ha estado allí anteriormente. Hay un matiz de complicidad no sólo con la madre de las chicas, sino también con su marido. Y comienza entonces la historia "no oficial" de la película. ¿Y si ese policía ha sido enviado allí precisamente para entorpecer la investigación? Recordamos que es familia del juez que se encarga del caso. La sibilina interpretación de Gutiérrez, soberbio en el lenguaje gestual y corporal como gran actor de teatro que es (aunque sea conocido por su papel en Águila Roja) comienza a dar pistas, también sibilinas. Brutal en los interrogatorios, aunque siempre con personas que poco o nada tienen que ver con el asesinato. Manso con los poderosos. Comienza a subyacer un entramado complejo en el que demasiadas personas importantes parecen estar implicadas en el caso. Se apunta a los capos de la droga, a jueces, a terratenientes... el statu quo, en fin, de un pueblo que, en realidad, es metáfora de todo el mundo. De un poder que no se puede tocar. Una maniobra que necesita de mansos como el policía que interpreta Javier Gutiérrez, que incluso da la impresión de introducir pistas falsas para encauzar la investigación hacia un fin en el que, ¿quién sabe?, quizá paguen justos por pecadores. Pero puede que no...
En este punto, el policía que interpreta Raúl Arévalo se convierte en el protagonista de la película. Agente joven, con ideas frescas, progresista, que apuesta más por el diálogo que por la fuerza bruta en los interrogatorios. Un policía confuso, impotente ante los giros inesperados que toma el caso. Desentraña la historia a través de un periodista de El Caso que cubre la investigación. Le filtra detalles a cambio de que el plumilla le suelte antecedentes de su compañero. Se van descubriendo cosas feas. Un pasado turbio. Un pasado, en suma, de mansedumbre con los poderosos. Nada ha cambiado. El drama del personaje de Arévalo no es que la investigación se cierre aparentemente en falso cuando parecía tocar la verdad con los dedos, sino que progresivamente se va convirtiendo en su compañero. El personaje de Gutiérrez es un animal solitario, frío, enfermo del riñón, alcohólico, violento, brutal, amargado. El personaje de Arévalo comienza de manera enérgica, con una persecución de velocista tras un sospechoso, y termina mustio, desquiciado, exangüe y, finalmente, también brutal. Ese es su drama. Es imposible luchar contra el sistema. O te integras o mueres. El drama, en fin, del ser humano.

INTERPRETACIONES Y TÉCNICA

La Isla Mínima es una muy buena película por dos factores clave en el cine: la conjugación de interpretación y técnica. En cuanto a lo primero, Javier Gutiérrez se come la película. Una interpretación de matices, de miradas, de gestos, de movimientos... una interpretación de enjundia. Tanto, que un policía fascista, violento y alcohólico resulta hasta agradable. Y eso está al alcance de pocos. A su lado, Raúl Arévalo está correcto. Tiende Arévalo a creerse aquello que alguien dijo un día de que es el Sean Penn español. Tiende a la mímica y, en ocasiones, parece un personaje más de la troupe de La Hora Chanante. Pero tiene algo este actor, seguramente algo antropomórfico, que lo hace distinto. No desentona ante el gigantesco Gutiérrez. Los secundarios, todos muy bien. En cuanto a lo segundo, amén de la dirección de producción, que consiguió ambientar la película en un escenario tan complicado como las Marismas del Guadalquivir, está la maravillosa fotografía de Alex Catalán. Un prodigio: desde las imágenes aéreas de la zona hasta la dificultad de los enormes cambios de luz y de textura entre zonas exuberantes y lugares casi desérticos. La luz es un personaje más de la película.
Y luego está Alberto Rodríguez, un director con nervio, con mucho cine en sus retinas, y eso se nota, y con una sensibilidad muy especial para este oficio.
Las cosas del márketing ya se han encargado de nombrar a La Isla Mínima la mejor película español del año. Yo no lo sé porque no las he visto todas (en San Sebastián, por ejemplo, perdió la Concha de Oro en favor de otra película española, Magical Girl, de Carlos Vermut) pero, si no es cierto, al menos está muy cerca de serlo. 

jueves, 2 de octubre de 2014

62 Festival Internacional de Cine de San Sebastián (y 2)



DÍA 3


Amanece un día esplendoroso en San Sebastián. Las gentes caminan resueltas por las calles. Paseamos a todo lo largo de la Concha. Un grupo de rusas de mediana edad se comunican en voz alta. Quizá sea la primera vez que ven el mar. Regresamos despacio al centro y comemos en un asador antiguo, sombrío y silencioso. Un placer.
La primera película del día nos lleva de nuevo a los cines Príncipe. Se trata de Lost and Found: Six Glances at a Generation, algo así como Perdidos y Encontrados: Seis Miradas a una Generación. En realidad es un compendio de seis cortometrajes de directores de la Europa del Este nacidos durante los últimos coletazos de los regímenes comunistas. Participan el serbio Stefan Arsenijevic; la búlgara Nadezhda Koseva; el rumano Christian Mungiu, la punta de lanza del magnífico nuevo cine rumano; la bosnia Jasmilla Zbanich, el estonio Mait Laas y el húngaro Kornel Mundruczó. En general, los cortos tienen tono de comedia y nos muestran la desorientación de los habitantes de esos países tras años de comunismo y la apertura a un capitalismo que tampoco les satisface. En mi opinión, el mejor es el del húngaro Mundruczó, titulado Punzadas de Silencio, un cuento gótico y sombrío, con tintes freudianos, sobre un hombre que se dedica a prevenir los suicidios, que está enamorado de su hermana y que acude a la casa solariega en la que ella vive con su madre, recién fallecida, para intentar evitar que su hermana acabe con su vida. Plúmbeo y estremecedor. Los demás, pasables.
Tras un pequeño descanso, asistimos a la proyección de la chilena Matar a un Hombre. Tiene que haber algún convenio entre los gobiernos de Chile y España para que películas del país sudamericano se estrenen en salas comerciales. En los últimos dos años he visto más películas chilenas que en toda mi vida. Y todas me parecen a medio cocer. Sin embargo, fuimos a ver Matar a un Hombre porque venía precedida de buenas críticas. Tiene que haber un convenio.
La película está dirigida por Alejandro Fernández Almendras, que es este señor (el del micrófono).


El tipo fue sincero. Reconoció que se había dispersado un poco en la escritura del guión y que la idea original había mutado. Se nota, se nota. No se puede  aburrir tanto en 82 minutos (a no ser que se trate de Gritos y Susurros). Al final de la película se señala que está basada en hechos reales, pero, para entretenerse, uno no puede dejar de pensar en que es la sublimación de una experiencia real, sí, pero del propio director. Ese guarda forestal que llega a casa en los extrarradios de una ciudad chilena (no se especifica cuál), cruza una cancha deportiva y se ve acosado por los camellos que están jugando una pachanga despide un tufo a adolescencia difícil que no se puede aguantar. Entonces uno piensa: ¿Y si toda la venganza que intenta tomarse por su mano el pobre hombre no es más que lo que le hubiese gustado hacer al director con sus acosadores? Un sinsentido, lo sé, pero entretiene...


                             

Resulta que el hijo del protagonista trapichea, pero le debe tanta pasta al jefe de los camellos que este le pega un tiro. El chaval sobrevive, van a juicio, pero la condena es irrisoria. Cuando el pistolero sale de la cárcel, se dedica a hacerle la vida imposible a la familia del protagonista. Al chaval lo encierran en un camión y lo zarandean. A su hermana, el capo la agrede sexualmente. El protagonista revienta y se va a por el hombre. Lo mata, sí, pero los remordimientos son enormes. La policía comienza a sospechar de él. Y en un final que es lo mejor de la película, todos sus fantasmas vienen a visitarle y... y no cuento más. 
Matar a un Hombre ha sido designada para representar a Chile tanto en los Óscars como en los Goya. Pero está a medio cocer. 

Salimos pitando de la sala porque a continuación Fernández Almendras se disponía a mantener un encuentro con el público y nosotros ya habíamos tenido bastante con la película. 

En la zona de pintxos descubrimos las delicatessen de A Fuego Negro, una mezcla de bar musical, con preferencias por el soul, y restaurante avant garde en el que se puede comer, por ejemplo, risotto con helado de tinta de calamar o unos cubos de txitxarro para morirse. Puede parecer un sacrilegio para los más conservadores, pero el local estaba de bote en bote y con una media de edad bastante baja. 
Luego, nos dejamos caer por el Oquendo, cafetería mítica donde es casi ley que asista el famoseo festivalero. La pared de la derecha es impresionante: fotos de la dueña con Bruce Springsteen, con John Malkovich, con... bueno, con todo el mundo. Pero a la única que vimos que saliese en alguna foto de las que cubren la pared fue a la dueña. Nada de artisteo. Nos lo tomamos con filosofía. 


DÍA 4

Nuevo día soleado. Nuestro último día de visionado de películas. Tras una mañana apacible, las neuronas me juegan una mala pasada. Hay veces que hay que respirar hondo antes de tomar una decisión, y ese día se me olvidó respirar hondo. Así que me empeño en ir a echar un vistazo a la alfombra roja por la que discurre toda la pléyade de actores, actrices, directores y productores (también gente sin nada que ver con el cine) de camino a la gala de clausura en el Kursaal. Incautos. Fuimos con una hora de antelación al comienzo de la ceremonia, con la certeza de que encontraríamos sitio sin problema tras las vallas. Nada de eso. Una esquina y gracias. El resto, copado por adolescentes que buscaban cualquier cosa de Orlando Bloom y, sobremanera, de Nikolaj Coster-Waldau, uno de los protagonistas de Juego de Tronos. Además, por Ley de Murphy, el guardia jurado con mayor diámetro craneal siempre se pone delante, tapando cualquier campo de visión. Aguantamos media hora. Hicimos un esfuerzo titánico por salir del enjambre, y nos alejamos. No obstante, alguna foto cazamos, como por ejemplo la llegada del equipo de Lasa y Zabala.


Nos alejamos porque habíamos ido a ver películas, en realidad. Y la penúltima de nuestra estancia en San Sebastián era Totó y sus Hermanas, película de Alexander Nanau y encuadrada en la sección de Nuevos Directores. El título recuerda más al Rocco y sus Hermanos de Visconti que al ambiente pijo de Woody Allen y su Hanna y sus Hermanas. Porque el esnobismo no tiene cabida en este disparo al estómago que filma Nanau, en lo que ya es otra perla del deslumbrante cine rumano. Es como si alguien en España se decidiera a rodar una película en las 3.000 viviendas de Sevilla. Pero que no parezca una película. Que parezca un documental. (De hecho, me sorprende leer reseñas sobre Totó y sus Hermanas en las que se la califica de documental). Es todo tan nuevo, que en realidad da la sensación de que hayamos metido un telescopio en una mísera vivienda de un barrio marginal de Bucarest. Tanto, que hasta los protagonistas parecen actores. Totó es Totonel, un niño gitano, que vive entre desperdicios y sordidez. Sus hermanas son Ana y Andrea. Su madre está en la cárcel por tráfico de drogas. Su madre, sus tíos, sus primos y un vecino que pasaba por allí. Su padre los abandonó hace muchos años. 


La cámara de Nanau no se corta. Entra en el chamizo, rueda cómo se pinchan, cómo traen la heroína, cómo por un soplo la policía irrumpe en la casa y se lleva a media familia, entre ellas a Ana, la hermana mayor de Totó. Ana es procesada. Se intercalan imágenes de su madre en prisión, denegándole una y otra vez la libertad. Ana lo niega todo. Pasa unos días entre rejas. La sueltan y vuelve a delinquir. Es memorable el monólogo de Ana, personaje real, en pleno mono, desistiendo de vivir, porque sabe que la vida es imposible. Es demasiado tarde. 
La película se centra entonces en Totó y Andrea. Para ellos no es demasiado tarde. Quieren salir del pozo. Totó encuentra una vía de escape en el break dance. Gana un título local. Andrea es más sentimental. Busca la salvación en el amor, hacia los demás y hacia ella misma. Busca un sitio en el mundo. La película es tan fresca, que parece que son los propios niños los que la filman. De hecho, se intercalan imágenes filmadas por los chavales con su móvil. Son las escenas más tiernas, de las pocas que hacen olvidar tanta sordidez.
El leitmotiv del tramo final de la película es la salida de la cárcel de la madre. Cuando Totó y Andrea parecen haber sacado media cabeza del agujero, la libertad de su madre, por terrible que suene, significa volver a la oscuridad. El final es abierto. Los tres vuelven en autobús a la ciudad. La madre piensa. ¿Será capaz de cambiar su vida por sus hijos o será la vida la que la arrastre a ella nuevamente?
Totó y Sus Hermanas es un hallazgo. Una película de un lirismo apabullante dentro de un entorno inhumano que recuerda a Ladrón de Bicicletas o Los Cuatrocientos Golpes. El cine de Rumanía sigue dejándonos perlas.

Aún impactados por la película de Nanau, nos vamos corriendo al Victoria Eugenia. Un error de cálculo había desembocado en que casi se solapasen las dos películas. La que cerraba nuestra selección era Murieron por Encima de sus Posibilidades, de Isaki Lacuesta. Lacuesta ya tiene su Airbag. Su carrera me recuerda a la de Juanma Bajo Ulloa, que rodó una obra maestra como La Madre Muerta para, a continuación, sumirse en el humor fácil, la banalidad y lo carpetovetónico con Airbag. Sí, un éxito de público, pero jamás volvió a rodar nada relevante. Espero que no pase lo mismo con Lacuesta, al que considero un gran director. Hace tres años ganó la Concha de Oro con el meticuloso y artesanal Los Pasos Dobles, en el que, mitad ficción, mitad realidad, Miquel Barceló viajaba a Mali en pos de un tesoro recién descubierto. Fascinante, de verdad. Por eso sorprende esta "ida de olla" que es Murieron por Encima de sus Posibilidades. De hecho, el propio Lacuesta reconoció que era un desmadre cuando la organización del Festival le propuso participar en la sección oficial y rechazó la invitación. La verdad es que sí, que es un desmadre. Y verlo en segunda fila gracias a los "eficaces" ujieres del Victoria Eugenia, aún más. 


                                    

Bueno, al lío: la película pretende ser un panegírico de lo que Lacuesta entiende, ya no por la crisis, sino por sus causas y consecuencias. Cinco hombres acaban en un manicomio por crímenes que perpetraron impulsados por alguna de las causas de los recortes: los de sanidad: Albert Pla tira a su esposa (Emma Suárez) por la ventana del hospital a modo de eutanasia; los de educación: Julián Vilagrán se carga a la profe de su hija (Ariadna Gil) en un exclusivo colegio porque la expulsa del centro; el paro: Iván Telefunken carboniza por accidente a su madre (Ángela Molina) porque descubre que se ha metido a puta  para poder pagar la casa en la que conviven; y las deudas: Jordi Vilches y Raúl Arévalo. En fin. la cosa no empieza mal, con algún gag que lleva a la sonrisa, pero la película va entrando en una espiral absurda que va mermando el interés hasta llegar al bostezo. Sí, muy bonito lo de la banda de los pandas que van a cargarse al director del Banco Central, pero con unos argumentos tan manidos, con un humor tan bobalicón, con ramalazos hipsters... Si ya existe un Santiago Segura, ¿por qué imitarlo? Jo, Isaki, con lo gran película que es Los Pasos Dobles, hombre. Eso sí: arrasará en taquilla y me huelo nominación a mejor secundario para Albert Pla en la próxima ceremonia de los Goya. Sin el fondo, nos gusta ser informales. Es ideal. 

Mucho más gracioso y surrealista, sin comparación, fue lo que nos encontramos poco después en el Be Bop: el cumpleaños intergeneracional de una septuagenaria de camisa inenarrable y gafas de azafata del un, dos, tres. Bailes y saltos inopinados, con hijos, hermanos, nietos, cuñados, nueras, yernos... Despiporrante. Lo uno por lo otro.


Al día siguiente regresamos a casa. Llegando a Bilbao, descubrimos atónitos un desvío a Algeciras. Sólo en Bilbao es posible. En cualquier sitio se encuentran historias maravillosas. 


COROLARIO

El Festival de San Sebastián es exceso: exceso de famoseo, de fanatismo, de hormonas disparadas, de programación... pero San Sebastián es San Sebastián: el festival más importante de España y con Cannes, Berlín y Venecia, de Europa. Hay que ir. Otra cosa ya es lo de los Premios Donostia. Yo he llegado a la conclusión de que las productoras proponen en función de lo que quieren estrenar a lo grande, y el festival acepta. Denzel Washington: estrena película. Premio Donostia. Benicio del Toro, un actor correcto, estrena película: Premio Donostia. ¿Qué película vino a estrenar Bette Davis? ¿o Gregory Peck? ¿Cómo es posible que Fellini, Billy Wilder o Kurosawa no lo tengan? por decir tres. Mercadea, que algo queda. Ay, la mercadotecnia. 




martes, 30 de septiembre de 2014

62 Festival de Cine de San Sebastián (Primera parte)



INTRODUCCIÓN


Un cinéfilo debe ir, al menos una vez en su vida, al Festival de San Sebastián (Zinemaldia en euskara). Yo nunca lo había hecho. Era un deseo que por falta de tiempo se iba quedando en el limbo. Este año, sin embargo, se dieron las circunstancias. 
Las sensaciones son contrapuestas. La actividad se desarrolla en los alrededores del Kursaal y el hotel María Cristina. Las llegadas y salidas de los famosos, las ruedas de prensa, las presentaciones de películas... los locales y los visitantes se dejan caer por los lugares "calientes" a ver si cazan una foto, un selfie o un autógrafo. A la dirección del festival le interesa que haya ese bullicio en la calle. A ambos lados de la puerta principal del María Cristina la organización coloca dos pequeños graderíos, forrados con alfombra roja, que los fotógrafos profesionales comparten con los "caza-cualquier-cosa". Los hay que rozan la obsesión. Llegamos a la conclusión de que ni siquiera duermen. Su "casa", durante esa semana, es ese graderío. Cualquiera puede caer en la tentación. Por ejemplo, la llegada de Benicio del Toro.




Otro momento marca de la casa es el paseíllo desde el María Cristina al Kursaal (unos 200 metros) del famoseo que accede a la gala de clausura. Cuatro horas antes ya hay gente apostada a la puerta principal. Es el acabóse. Con mayoría de público juvenil, el paso de los actores y actrices de moda se convierte en un enjambre de chillidos y móviles al aire intentando captar algo. Cualquiera puede caer en la tentación.




No suelo juzgar, y no lo voy a hacer tampoco con este asunto. Si la dirección ha apostado por este modelo de festival, será porque deja mucho dinero en la ciudad y porque San Sebastián está en el candelero durante una semana, con el patrocinio de RTVE, osea, con el patrocinio suyo y mío. El glamour se impone y me da la sensación de que el aficionado al cine de la propia ciudad comienza a alejarse un poco de la pompa y el celofán. El motor de un festival de cine es la afición local. Quizá la dirección deba reflexionar sobre el asunto. La impresión es que la organización deja caer una programación nutridísima como el que no quiere la cosa, y espera que el resto llegue por añadidura. Ni una actividad paralela, ni exposiciones, ni conciertos... que los pintxos hagan el resto. Eso, y la proliferación de actores y actrices conocidos, a los que se mima hasta la extenuación. En el periódico oficial se estipula la llegada y salida de los más destacados (no leí, por ejemplo, la llegada de Bille August) y se publicitan las fiestas (privadas) a las que asistirán las estrellas, todas ellas en discotecas en primera línea de playa (alguna incluso en la misma playa) que hacen el septiembre. El caso es que haya ajetreo. 

Estuvimos cuatro días. Vimos diez películas. Dos, tres a lo sumo, realmente destacables. Nos fiamos de la información sobre la venta de entradas on line que ofrecía la web oficial y nos perdimos alguna película porque se señalaba que no había entradas. Luego, in situ, descubrimos que en taquilla había excedentes y que lo que en la web se especificaba como "sin billetes" tan solo se refería a la venta por anticipado. En fin. 


DÍA 1

Debutamos en los cines Príncipe, situados en la plaza Zuloaga, en pleno casco viejo y a un paso de la zona de pintxos. Es una plaza abierta, en la que también se ubica el museo de San Telmo. Está plagada de niños. En un lateral se ubica un parque infantil grandioso, con artefactos que dan vueltas y columpios y espacio abierto para correr. Y los niños, claro, pues corren. Y lanzan el balón de manera inopinada, y andan en patinete. Llegamos a creer que no son niños, sino actores contratados para amenizar las colas que se forman delante de los cines. Una costumbre local que no tiene nada que ver con la posibilidad de quedarse sin sitio, sino de elegirlo. Sí, también un poco de exageración. La de Lasa y Zabala en el Kursaal fue impresionante.



Otra costumbre de los donostiarras es acompañar con aplausos la música de la cortinilla de entrada que antecede a la proyección de cada película.





En una sala minúscula vimos La Muerte de un Hombre en los Balcanes, una película serbia de 2012 dirigida por Miroslav Moncilovic. Los presagios no eran buenos. En la butaca de delante un hombre, con cabeza de levantador de yunques, se quedó dormido antes de empezar la película, para solaz de una pareja que estaba sentada a su lado. Pero sólo eran presagios, porque la película resultó magnífica. Un músico se suicida delante de su webcam. La cámara, que queda encendida, recoge todo lo que ocurre a continuación. Y lo que ocurre es una mezcla de Berlanga y Esperando a Godot. Los vecinos que se emborrachan. Los vecinos que ponen verde al muerto. La policía de Belgrado, incompetente y fatua. El enterrador... una corola de personajes muy pero que muy bien escritos, y muy pero que muy bien interpretados. Entretenida, divertida y con el hallazgo de un mismo plano al estilo La Soga (sólo hay un movimiento de cámara, cuando una enfermera se tropieza accidentalmente con la webcam). Muy recomendable esta película modesta pero ingeniosa. Y ese es el valor del cine.


                                         



Como la siguiente película del día (ya de la noche) también se proyectaba en los Príncipe, hicimos tiempo con unos pintxos en las calles aledañas a los cines que, en sí, son el epicentro de la ruta del pintxo. Las calles Pescadería, 31 de Agosto y Fermín Calbetón son el triángulo mágico. Hay de todo: gente que le da al magín y otros que ensartan un trozo de morcilla de arroz. Hay de todo. También en cuanto al servicio. Es loable el esfuerzo de muchos camareros en explicarle a un habitante de Sacramento (California) qué es la morcilla, el txitxarro o el txangurro. Loable de verdad. Otros no lo hacen. Hay de todo. Ah, y una cosa: San Sebastián no es Tahití, con lo que no es necesario poner el aire acondicionado a todo lo que da. Lo digo por el bar Sport. Mi espalda aún se acuerda de sus dueños. Pero muy buena la bola de carne. Lo uno por lo otro. 
El caso es que la segunda película era La Desaparición de Eleanor Rigby, estreno en España del debut del productor Ned Benson. La película se encuadraba en la sección Perlas. Caray, con ese nombre, se da por hecho que el material es bueno. Pero no. Ojo al argumento: dos pijos neoyorquinos se casan. Él regenta un restaurante ruinoso, por matar el tiempo, porque sabe que tarde o temprano heredará el de su padre, del que son clientes habituales... los Rolling Stones (!). Los padres de ella son, ojito, catedrático de psicología en Yale y ex violonchelista en década sabática que sólo se dedica a beber vino. Además viven en una mansión de las que picas al timbre y tardan dos minutos en abrir la puerta. El caso es que la pareja feliz tiene un hijo y se muere. Y a ella le entra una depresión que primero se tira al Hudson y luego se apunta a unas clases de introspección del yo o algo así con una profesora que se dedica a comer hamburguesas tamaño XXXL y a leer en clase unos apuntes del año 70. Ella se va de casa para olvidar el mal trago. Van, vienen, discuten y ella, finalmente, para olvidar que ha perdido a un hijo, se va a París, la ciudad donde se conocieron sus padres, a vivir la bohemia. Su padre incluso le da direcciones de cafés chic. La película no acaba ahí, pero no la voy a destripar. 

                                      


A parte de que el argumento es su peor enemigo, La Desaparición de Eleanor Rigby (como la canción de los Beatles. En la película se explica el por qué de su nombre pero, sinceramente, lo he olvidado) tiene algo que desentona en la dirección, o el montaje, o ambos: la proliferación de primeros//primerísimos planos de Jessica Chastein. La aclaración llega en los créditos: ella misma es la productora. Chastein está bien, pero ya suena para los Óscars y me parece una exageración. A James McAvoy alguien le ha dicho que se parece a Russell Crowe y pone los ojos así pequeños cuando se ríe y habla como si fuera a entrar a banderillas con Cómodo. Mi adorado William Hurt habla como si acabara de tomarse una caja de valium e Isabelle Huppert, a tenor de su expresión, parece que no va al baño desde 1996. 
Como había que olvidar tamaña "perla", al otro lado del Urumea está el Be Bop. Ambiente internacional, buena música, cañas mejorables... bien. Sin embargo, dos parejas, de manera inopinada, se subieron a la tarima que hace de pista de baile y se pegaron dos vueltas al ruedo andando a gatas y cogiendo el de detrás los talones del de delante. 
Fin del primer día.


DÍA 2

Había que ver Lasa y Zabala en San Sebastián. Se le había politizado en demasía, sobre todo por haber recibido una subvención de Bildu que, no lo olvidemos, gobierna en San Sebastián. Teníamos curiosidad por comprobar la reacción de los donostiarras a la película. Ya saben: el GAL, Galindo, dos etarras cabezas de turco, una semana de torturas, dos disparos (en realidad tres) en la cabeza, diez años de silencio, dos cadáveres en Alicante, una investigación reabierta, una condena a cuatro guardias civiles y al gobernador civil de Guipúzcoa.  Años de plomo, de crímenes y de alienación. Pablo Malo, el director, llegó a decir que cuando aceptó el proyecto muchos le dieron el pésame. Era jodido asumir una película a la que le iban a zurrar por diestra y siniestra. 
La película la vimos en la sala 1 del Kursaal. Una sala vertical como un rocódromo. De las 2.000 localidades, calculo que habría 20 libres. Me da la impresión de que mi mujer y yo éramos los únicos no vascos. El silencio fue espeso durante la proyección. Mucha gente se conmovió. La chica que se sentó a mi lado se pasó media película llorando. Por lo terrible de todo. Porque ya no había bandos. Porque todo era un sinsentido mórbido. 
La película es dura. Muy dura. Pablo Malo se deja poco en el tintero. Las torturas se perpetraron en el palacio de la Cumbre, a escasos 500 metros del Kursaal, en pleno centro de San Sebastián, con la anuencia de Julen Elgorriaga, gobernador civil de Guipúzcoa.. 


                                         


A mi me pareció una gran película. ¿Necesaria? No sé. No creo que ninguna película sea necesaria. Me pareció que detrás había un director con nervio y con pulso, un guión estructurado en base a flashbacks y flashfordwards que le dan dinamismo a la acción y unas interpretaciones magníficas. Unax Ugalde cumple como abogado defensor. Francesc Orella, quizás el mejor actor español de la actualidad, ES Galindo. Los guardias civiles implicados están sobresalientes, en especial un inmenso Oriol Vila. La película funciona. He leído a una vaca sagrada de la crítica cinematográfica española decir que "no conmueve", como si esto fuese Bambi. En fin. Si se quiere politizar, ofrece mil razones. Pero como mero instrumento artístico, funciona y muy bien. Al final, el público donostiarra la ovacionó durante cinco minutos y luego se fue despacio, en silencio. No tengo ni idea si se había cerrado alguna herida. Las ovaciones siguieron después, en la alfombra roja, en las ruedas de prensa... en el resto del estado se estrenará el 16 de octubre dios mediante. 

Después de comer, también en el Kursaal, teníamos Tigers, la última película del bosnio Danis Tanovic, que estaba a concurso en la sección oficial. Tanovic se había hecho un nombre en la industria en 2001 al ganar el Óscar a la mejor película de habla no inglesa con En Tierra de Nadie. Por el interesante docudrama La Mujer del Chatarrero triunfó el año pasado en Berlín. Así que las perspectivas eran buenas. Sin embargo, varios factores se unieron para contradecir esta noción. Primero, la hora. Las cuatro de la tarde no es la mejor hora para ir al cine, y menos si acabas de comer en San Sebastián. Segundo, el hecho de que fuese el primer pase en el festival. Ya se sabe: invitaciones por doquier, gente entusiasmada porque le han permitido entrar gratis, la clac, periodistas que van a dormir (literalmente, un hipster se tumbó todo lo largo sobre dos butacas a echar la siesta). Pero el mayor problema fue la película, una coproducción franco-britano-pakistaní con aroma a subvención. En realidad, Tigers pretende ser un documental, o una experiencia metacinematográfica, es decir, se ve a un director y unos productores ficticios hablando por videoconferencia con el actor que hace de personaje real, y negociando cómo va a ser el documental que en realidad es la historia que nos cuenta la película. Osea, que no es nada. La historia real: cómo un modesto visitador médico pakistaní encuentra en Nestlé el trabajo de su vida. Vender leche en polvo para bebés. La empresa, después de una agresiva sesión de coaching (de ahí el título de la película o lo que sea) le da dinero para sobornar a los médicos. Pero el producto era veneno. Mezclado con aguas no potables en las aldeas paupérrimas de Pakistán, aquellos polvos se convertían en una ponzoña que mataba a los niños por decenas. El tipo denuncia a su compañía pero la carne es débil: se deja engatusar por un soborno del estado para mirar hacia otro lado y se descubre el pastel.
Al final, ovación por parte de la clac, silencio por parte de la gente que había pagado por ver aquello. Alguno incluso se despertó con los aplausos. El director, un poco azorado porque sabía que la película no estaba a la altura, y los productores paquistaníes, un poco sobrepasados, saludaron desde el palco iluminados como si se tratase de una aparición mariana. 



Para acabar la jornada vimos la primera película de la historia enteramente hablada en euskara en participar en la sección oficial: Loreak (Flores). Se proyectaba en los cines Antiguo Berri, situados en la zona llamada Antiguo que, en realidad, es nueva. Está al final del paseo de la Concha. Una zona residencial y algo tristona. Los cines están bien, con cafetería en el hall, una bañera acondicionada como chaise longue y unos sofás comodísimos para sobrellevar la espera. Al ser una sesión nocturna y una película cien por ciento vasca, volvimos a ser los únicos no autóctonos en la sala. Mucho adolescente, por lo que dedujimos que los centros educativos de la ciudad habían repartido entradas entre los alumnos. La verdad es que Loreak es una película agradable, con ratos emotivos, y bien contada por José María Goenaga. La historia de cómo unos ramos de flores van conectando a tres mujeres y un hombre es un hallazgo, pero quizá sea material más para una novela que para una película.


                                  

No es que sea una mala película, pero cojea por el lado interpretativo y por un exceso de modestia. Agradable, pero mejor una novela que una película. 

Para acabar la jornada, nos metemos en un bar que será un descubrimiento: el Ondarra, justo frente al Kursaal. Tiene el Ondarra ese aire de tasca un tanto sórdida que es tan irresistible. Y tiene el Ondarra un camarero excelso, de esa estirpe de camareros activos, que dan conversación agradable y que, si al día siguiente vuelves, sabe exactamente en qué punto dejó la conversación el día anterior. Esos camareros a los que habría que declarar especie protegida. En la barra charlan tres técnicos que han participado en Lasa y Zabala. Se quejan de lo poco que se paga, de lo mal que habían trabajado con un director donostiarra (cuyo nombre omitiré), de las subvenciones astronómicas que ahora se otorgan en Canarias. En esto, entra un chavalote con aspecto de delantero centro del Elgoibar y una mujer rubia. No caemos a primera vista. Luego, nos damos cuenta de que son Isaki Lakuesta y Emma Suárez. Se ponen a hablar con los técnicos del rodaje de La Ardilla Roja, de Julio Medem. Escuchamos. Sonreímos. 

FIN DE LA PRIMERA PARTE

TO BE CONTINUED...

martes, 9 de septiembre de 2014

PELÍCULAS PARA UNA NOCHE DE VERANO (IV): "FRESAS SALVAJES"

Smultronstället. Suecia, 1957. 91 minutos. Dirección: Ingmar Bergman. Reparto: Victor Sjöström (Dr. Isak Borg); Ingrid Thulin (Marianne Borg, nuera de Isak); Bibi Andersson (Sara); Gunnar Björnstrand (Evald, hijo de Isak); Folke Sundquist (Anders); Björn Bjelfvenstam (Victor); Jullan Kindahl (Agda); Gertrud Fridh (Karin, esposa de Isak). Guión: Ingmar Bergman. Música: Erik Nordgren. Fotografía: Gunnar Fischer. Montaje: Oscar Rosander. Dirección Artística: Karl-Arne Bergman. Vestuario: Millie Ström. Glorioso Blanco & Negro. 




INTRODUCCIÓN
Me embarco en esta penúltima entrega de cine para noches de verano, ahora que el otoño, al menos en el Norte, ya resopla. Y lo hago con una película que transcurre durante la etapa más bella del verano: el final de la primavera. Cuerpo y alma, como la naturaleza misma, son cíclicos: los días se alargan, la belleza se engrandece, y algo parecido a la esperanza lo inunda todo, aún de manera efímera. 
Ingmar Bergman es de difícil deglución para el espectador medio español. El director de Upsala es el más luterano de los directores luteranos, con todo lo que ello implica: introspección, angustia vital, y un sentimiento de desorientación en cuanto a la posición del hombre en el mundo. En las películas de Bergman, los personajes (casi todos trasuntos de él mismo) se preguntan qué narices hacen morando el planeta tierra; quién los ha llevado hasta allí y si ese alguien es un ente todopoderoso o, por el contrario, alguien que se ha evadido de su responsabilidad hacia nosotros (el famoso "silencio de Dios", la seña de identidad de Bergman). Demasiada reflexión para un país, el nuestro, irreflexivo por antonomasia, y dominado por una seguridad religiosa abrumadora: existe un ser superior que nos protege. Ahora que parece que las tornas giran lentamente en España, no estaría de más exponer a los jóvenes las obras de Bergman. Quizás encuentren otros significados y alternativas para tanta estulticia con la que los productores y distribuidores maltratan a nuestros jóvenes. O no. 
Es cierto que Bergman a veces se pasa de rosca. Hay películas literalmente insoportables, no tanto por su falta de ritmo, sino por la gravedad de la historia. Gritos y Susurros, por ejemplo, constituye los 90 minutos más largos de la historia del cine. Personalmente, le tengo cierta manía a Fanny & Alexander. Sin embargo, no se puede negar que nos ha legado un ramillete de obras claves, como la inmensa Persona, la brutal El Manantial de la Doncella o la estremecedora La Hora del Lobo
A este respecto Fresas Salvajes es una película extraña para ser de Bergman. Sí, mantiene sus señas de identidad, pero introduce un lirismo poco habitual, amén de ideas surrealistas, como la concepción del tiempo como algo estrictamente personal, no lineal ni universal. Y es cierto. Es cierto. 


DESDE EL HOSPITAL

Bergman escribió el guión mientras estaba convaleciente en un hospital. Ya saben: la soledad desentraña lo que permanecía oculto, íntimo. La inmovilidad de los miembros despierta la acción de la mente. El paso de los días más allá de las ventanas suscita la desesperación y la angustia. Todo eso se mezcló en el cóctel de Bergman para Fresas Salvajes. El propio director confesó que la idea de la película le había llegado tras una suerte de ensoñación que había tenido durante una visita a sus familiares en Upsala. De repente, se vio a sí mismo abriendo por sorpresa la puerta de la casa de su abuela y observando, como si todo estuviese ocurriendo en ese mismo momento, escenas de su infancia. Ese terrible don, el de poder asistir in situ a momentos de la vida pasada y revivirlos en propia carne, es el que otorga Bergman al Doctor Isak Borg.




LA VIDA DE UN HOMBRE. LA MUERTE DE UN HOMBRE

Fresas Salvajes es, ni más ni menos, la historia de la muerte de un hombre. Un hombre que, además, sabe que vive sus últimos días. La muerte siempre avisa. Hay algo en la atmósfera de la casa, en el perpetuo fluir de los días, una sensación de gravedad, que vaticina el desenlace. Isak Borg siente, desde el primer fotograma, que su vida llega al final, algo refrendado por una pesadilla rodada con una estética muy próxima a la de Fellini o Resnais. Esta:


En esta escena, surrealista como lo son todos los sueños, Borg descubre que el viaje que está a punto de iniciar a Estocolmo para recoger un galardón que otorga el gobierno sueco, será el último de su vida. El viaje en sí, que emprende en coche con su nuera Marianne (una suerte de coro griego que nos cuenta la historia desde distintos puntos de vista), es una metáfora de la propia muerte. Según la creencia, en el momento de morir la vida le pasa a uno por delante como en una película. A Borg, sus días le pasan por delante de manera literal.

LAS FRESAS DE BERGMAN

A Marcel Proust, el aroma de una magdalena mojada en té le trajo a la memoria a su abuela y, por ende, toda su infancia y, de ahí, Por el Camino de Swann, el primer volumen de la inconmensurable En Busca del Tiempo Perdido. Bergman cambia la magdalena por unas fresas. En la primera etapa del viaje, Borg y su nuera se detienen en la casa en la que el doctor pasó la primera parte de su vida. Entra en otra dimensión, de manera literal. El tiempo se desdobla. Tumbado sobre la hierba, huele las fresas que ya brotan, y recuerda aquellos tiempos en los que su prima Sara, su amada Sara, recogía fresas y las llevaba a casa en una cesta. Sin embargo, para mal de Borg, su memoria se hace carne. Revive aquellos momentos, se pasea como un hombre del futuro por los rincones de su pasado. Vuelve a amar a Sara, su prometida, y revive también su traición.




EL HOMBRE POLIDIMENSIONAL

La experiencia encierra el mensaje de la película. El "yo" no existe. Nosotros no somos nosotros, sino todos los "nosotros" que en el mundo han sido y serán. El ser humano es una entelequia. El concepto de persona no tiene sentido. Porque el Borg actual es el Borg que amaba a su prima. El Borg pusilánime que no evita que su propio hermano le quite la novia. El Borg amargado tras sus sinsabores sentimentales. El Borg brillante. El Borg desencantado. El Borg que experimenta algo parecido al alivio al término del viaje. Borg no existe. Por eso, cuando al principio de la película su ama de llaves lo tacha de egoísta e insensible, Borg se sorprende. Él no cree ser así. A lo largo del viaje, se dará cuenta de que nosotros sólo existimos en los demás. Si alguna vez el Isak Borg de 78 años pensó en el Isak Borg de 18, el Isak Borg de 18 imaginó al de 78 y, ya imaginándolo, le dio vida. Nuestros muchos "yos" interactúan en un tiempo elástico y amorfo. Lo que se ata ahora se desata en el pasado y, por ende, en el futuro. Lo que se desata en el futuro, se desata en el pasado.
Así, si el ego no existe, ¿cuál es la función de la ciencia y de la religión? Esa es la gran duda que le asalta a Borg a lo largo de su viaje. Hombre religioso, no sabe qué responder a la pregunta de uno de los jóvenes a los que recoge en el camino y que quiere ser pastor luterano. Si el "yo" no existe, nosotros somos libres y, por tanto, la figura de Dios pierde toda vigencia. Un tema "Bergmaniano" cien por ciento.
Ese trío de jóvenes autoestopistas que acompañan a Borg y su nuera durante buena parte del viaje, son la encarnación del pasado y del futuro. De hecho, Bibi Andersson interpreta tanto a la Sara enamorada de Borg en su juventud como la Sara "contemporánea" que recoge en el camino y que no es más que las múltiples Saras que existirán. Ese trío es la ligazón entre su vieja y su nueva realidad. La esperanza, en suma.
Renovado, expulsados sus demonios, Borg está presto para morir. Un nuevo sueño lo traslada a la campiña sueca. Busca a sus padres. Los otea a lo lejos, pescando, rodeados de una luz nueva y hermosa. Le esperan.


COROLARIO

Fresas Salvajes es un Bergman tan lírico como siempre, pero más liviano, más cutáneo, como mensajero de todo el tráfago y la furia que es la vida. Esa vida que el propio Bergman trató de desentrañar, como un misterio, a lo largo de toda su carrera. 


jueves, 21 de agosto de 2014

PELÍCULAS PARA UNA NOCHE DE VERANO (III): "MATAR A UN RUISEÑOR"

To Kill a Mockingbird. EEUU, 1962. 129 minutos. Dirección: Robert Mulligan. Reparto: Gregory Peck (Atticus Finch); Mary Badham (Scout); Philip Alford (Jem); John Megna (Tití); Brock Peters (Tom Robinson); Collin Wilcox (Mayella Violet Ewell); James Anderson (Bob Ewell); Franck Overton (Sheriff Tate); Paul Fix (Juez Taylor); Estelle Evans (Calpurnia); Crahan Denton (Señor Cunningham); Robert Duvall (Boo Radley). Guión: Horton Foote, sobre la novela homónima de Harper Lee. Música: Elmer Bernstein. Fotografía: Russell Harlan. Montaje: Aaron Stell. Dirección Artística: Oliver Emert, Henry Bumstead & Alexander Golitzen. Vestuario: Rosemary Odell. Títulos de Crédito: Stephen Frankfurt. Glorioso Blanco y Negro. 




INTRODUCCIÓN

Vuelve esta bitácora tras un mes y medio extraño y doloroso. La vida sigue, eso dicen, y este blog también. Y sigue con una película irrepetible. Porque jamás se han diseñado unos títulos de crédito tan bellos como estos. ¿Cómo no va a ser una obra maestra una película que empieza así?: 


                                           

Es muy difícil enumerar las diez películas de la vida de cada uno. En mi caso, es imposible. Siempre hay dos o tres, no obstante, que se repiten, y una es Matar a un Ruiseñor. Es algo cutáneo, que va más allá de la razón. Hay algo en la película que me habla de unos ideales que comparto y que, incluso, me gustaría poner en práctica. Me habla de la compasión, en su sentido estricto: el de ponerse en el pellejo de los demás. Me habla del compromiso. Y, sobre todo, me habla de lo grandioso que es ser uno mismo. De destrozar los manuales. Qué magníficos ideales. Y qué difíciles de llevar a cabo. Siempre es más fácil ser prejuicioso o insensible. Siempre es más fácil seguir la doctrina. 


Maycomb, Alabama: veranos de 1937 y 1938

Matar a un Ruiseñor es una novela publicada en el verano de 1960 por Nelle Harper Lee, que es esta señora:


Harper Lee (suprimió su primer nombre al firmar su única novela y su varios ensayos) pasó a la historia por quebrar la banca con esta novela, con la que ganó el Pullitzer, y por ser amiga íntima de Truman Capote. De hecho, al genio de Alabama, paisano por ende de la propia Lee, la escritora le da vida en Matar a un Ruiseñor. Es el niño repelente pero leal que cada verano visita ese Macondo norteamericano que es Maycom. 
El escenario nos es muy familiar. El Crack del 29 aún colea. Los campesinos encuentran dificultades para comer, pero Scout y Jem comen a diario, tienen una casa con porche, una sirvienta negra y un padre abogado e intelectual: Atticus Finch. Se sienten superiores, aunque intenten ocultarlo. En la primera escena de la película, Finch le baja los humos a su hija. "¿Somos pobres también nosotros, Atticus? Ciertamente lo somos, Scout". 
¿Qué nos fascina de Atticus Finch? Primero, que está interpretado por Gregory Peck, un tipo insulso la mayor parte de su carrera, pero que aquí esta memorable. En este sentido, hay que agradecerle a James Stewart que considerase el guión "demasiado liberal" (Debió de parecerle poco liberal el guión de "Historias de Filadelfia" en la que le pone los cuernos a Cary Grant en la noche previa a su boda). Peck llegó incluso a imitar la panza cervecera del padre de Harper Lee, Amasa Lee, en quien está basado el personaje de Atticus Finch. 
Luego, nos fascina su integridad y su sentido de la justicia. Su vulnerabilidad, su mansedumbre, su sentido ético... es tan bueno que nos escama. Ahí está la grandeza del personaje: esa parte turbia que se adivina en Finch. Un acierto de guión (el guión es una maravilla de Horton Foote, que ganó el Óscar por el texto). Aunque en la novela se explica la muerte de la esposa de Finch por "un infarto repentino", en la película se siembra la duda sobre las causas de la muerte. De hecho, llega un momento, cuando Finch se muestra como una experto tirador, que uno puede llegar a pensar cosas raras... Da la impresión de que Finch se pasa la película purgando culpas pasadas, redimiéndose (de hecho, en la novela se señala que su primer caso terminó con sus defendidos en la horca). Así, defender a Tom Robinson es la redención definitiva, aunque nunca sabremos en realidad si acepta el caso por ese afán de purga o porque realmente cree en la igualdad racial. 
Nos fascina Atticus Finch por cómo trata a sus hijos, con esa naturalidad y esa fe en el ser humano. Y nos fascina por esas lecciones morales dignas de Platón. 


                                 


Para sus hijos, sobre todo para Jem, Atticus Finch es un hombre melifluo y cobardón. Ellos son pura acción. No conciben que pueda existir otra cosa en el mundo. En una tierra llena de ira, hay que ser duro y valiente. Hay que meterse en broncas y no andar predicando la buena voluntad y siendo amable con gente que no se lo merece, como hace su padre. Esa concepción cambia y, por ende, la película, en la escena en la que Atticus mata de un lejano disparo de escopeta a un perro rabioso que aterrorizaba al pueblo. Desde entonces, el ritmo de la película se mesura. Es más íntima, más despaciosa, más honda. Ahora, Finch brilla en todo su esplendor.


UNA DIRECCIÓN SUTIL

Robert Mulligan es experto en combinar la febrilidad de la adolescencia con los momentos más íntimos y delicados. Baste recordar Verano del 42. En Matar a un Ruiseñor su dirección es sutil. En la primera parte de la película todo es vibrante. Los niños exprimen el verano. Corren, juegan, saltan, andan libres, descalzos. Van de un sitio a otro sin rumbo y los días son eternos. Pero, conforme crece su concepción del mundo, la película se comprime. Hay más interiores, hay más secuencias nocturnas. Más intimidad. Más temor. Más nostalgia. El gran hallazgo, y les invito a que se fijen en ello, es la manera que tienen los niños de mirar. La mirada es la gran aportación del cine a la humanidad. Un buen director, y Mulligan lo era, sabe cómo contar una historia a través de las miradas de sus actores. En Matar a un Ruiseñor las miradas dibujan el despertar de los niños a la vida. 


                               


CONTRA LOS PREJUICIOS


Matar a un Ruiseñor es una película poliédrica. Entrelaza muchos temas, pero por el que ha pasado a la historia es por su lucha encarnizada contra los prejuicios. No veo que sea una película contra el racismo (es el epítome de este género), que también, sino contra el miedo al otro, el miedo al distinto, el miedo a lo que no conocemos. De hecho, hay dos niveles de prejuicio en la película: el de la mayoría de los habitantes del pueblo, que quiere ver colgado de la horca a Tom Robinson, un negro corpulento acusado de violar a una joven blanca y atemorizada por su padre, alcohólico y agresivo, y que al final de la película tendrá un papel clave; y también el que sienten los niños hacia el personaje de Boo Radley. No en vano, en la novela Boo es descrito como un albino, en contraste con la negritud de Robinson. La casa de Radley es el hogar del terror, el tabú del pueblo. Se cuentan historias horribles sobre él. Su padre lo tiene encerrado por no se sabe qué, y las habladurías se disparan. Atisbar aunque sea una parte de su cuerpo es algo irresistible para los niños. 
Los dos ejes de la película se encuentran en la sala del juzgado y en la casa de Boo Radley. En la primera, Atticus Finch pronuncia un discurso que ha pasado a la historia del cine. 



Sin embargo, es la historia entre un Boo Radley que se intuye (sólo se le atisba en los últimos segundos de la película) y los niños la que aporta el lirismo casi irresistible a la película. Una relación que va in crescendo: desde el más puro pavor a la ternura, en la escena en la que Radley guarda en el tronco de un árbol todos sus objetos, entre los cuales están dos figurillas en arcilla de Jem y Scout. Boo, en su prisión, anhela la libertad de los dos niños, a los que otea desde una rendija de su ventana. Se erige así en una suerte de espíritu protector, papel que estallará en un culmen erizante, quizás uno de los más bellos finales de la historia del cine y que, evidentemente, no voy a destripar. 


COROLARIO

Matar a un Ruiseñor es una película purgante. Cómprenla y prueben a verla cuando se sientan mal. Lo es, porque dibuja todas las pasiones humanas. Lo es, porque es poesía en imágenes. Lo es, porque será una guía vital hasta el final de los tiempos. 


jueves, 26 de junio de 2014

PELÍCULAS PARA UNA NOCHE DE VERANO (II): "LOS JUNCOS SALVAJES"

Les Rouseaux Sauvages. Francia, 1994. 113 minutos. Dirección: André Techiné. Reparto: Èlodie Bouchez (Maite); Gaël Morel (François); Stéphane Rideau (Serge); Frédéric Gorny (Henri); Michéle Moretti (Madame Álvarez, madre de Maite); Jacques Nolot (Monsieur Morelli); Eric Kreikenmayer (Pierre, hermano de Serge); Nathalie Vignes (Irene, cuñada de Serge). Guión: André Techiné, Gilles Taurand & Olivier Massart. Música: Varios. Fotografía: Jeanne Lapoirie. Montaje: Martine Giordano. Dirección Artística: Pierre Soula, Leonardo Haertling & Agnés Lèvy. Color.




INTRODUCCIÓN

Hago trampa. Lo reconozco. Los Juncos Salvajes no se desarrolla estrictamente en verano. La acción tiene lugar en la Provenza en los últimos días de la primavera. Esos días largos, suaves, entrañables y esperanzados que vaticinan el verano y que son, en sí mismos, los días más bellos del estío. La melancolía, la soledad y esa sensación de volver a empezar, que rezuma la película sí son típicamente veraniegos. Así que la cuelo, porque sí. 
La cuelo porque sí y porque recuerdo la primera vez que la vi. Noviembre de 1994. Puede que martes. La disyuntiva era sencilla de solventar: soportar una hora insufrible de Gramática Generativa Transformacional, una de las grandes pérdidas de tiempo de la historia de la Universidad española, o coger el autobús de Oviedo a Gijón y ver Los Juncos Salvajes. La pasaban en el Festival de Cine de Gijón. Era una sesión infantil, pero yo estaba acreditado por una radio local y aquello, para qué engañarse, molaba. Recuerdo sesiones cuádruples en días febriles. Iba a todo. Así que me metí en el teatro Jovellanos un mediodía de sol, de esos días de otoño que sólo disfrutamos en el Norte. La sala estaba llena de niños de instituto invitados por la organización. Revoltosos al principio. La belleza de la película les hizo callar. El pase fue delicioso.
Los Juncos Salvajes me dejó boquiabierto. La impresión que quedó en mi cerebro fue la de una película fascinante, literalmente hablando, bella, sosegada, y esperanzadora. Con una luz casi mística, gracias a la fotografía de Jeanne Lapoirie, una de las grandes directoras de fotografía del cine europeo, la película transcurre plácida, justo lo contrario de lo que pasa por la mente y la vida de los cuatro protagonistas, adolescentes que quieren ser mejores que sus padres.


CUANDO PUDIMOS CAMBIAR EL MUNDO

Quizá mi amor por Los Juncos Salvajes radique en dos asuntos capitales: en primer lugar, que hablaba de mí, de cómo encontrar un lugar en un mundo hostil. En segundo lugar, porque empezaba con una de mis canciones preferidas, la gloriosa Runaway de Del Shannon.


                                     


Sí. Los Juncos Salvajes hablaba de mí. Provenza. 1962. Guerra de la Independencia de Argelia como telón de fondo. El mundo cambia, pero la vida no. En un colegio mayor tenemos a François, un chaval debilucho (no puede correr por problemas de corazón, pero sí nadar, en una auténtica metáfora de la película), sensible, generoso, que lucha por saber quién es. Serge, una auténtica apoteosis hormonal, un cruce entre Iker Casillas joven y un peso welter, de origen argelino, misterioso y desesperado. Henri, mayor que el resto, nihilista, lleno de ira. Sus padres viven en Argelia. Nacionalista a ultranza, vive pegado a una radio en la que escucha las noticias que llegan de la guerra. Siempre queriendo huir. Siempre queriendo dejar un pequeño poso en la gente que lo rodea. Finalmente, Maite, hija de la profesora de literatura, de origen español, idealista, luchadora, militante comunista, dura, exigente, pero con un pánico exacerbado a la vida. A esa vida que finalmente la arrollará. Casi dos horas después, los cuatro personajes se nos muestran completamente distintos, en un alarde de guión magnífico. 


                                        


Quieren dejar que la vida pase. Pero la vida les sale al paso. Sus mayores pertenecen a una generación resquebrajada y fútil. La madre de Maite, activa durante la Segunda Guerra Mundial, se niega a cobijar al hermano de Serge, combatiente en la guerra de Argelia, y que desea desertar. La muerte de Pierre le crea un sentimiento de culpabilidad que desemboca en locura y, eventualmente, tras una elipsis maravillosa, en el suicidio. El profesor sustituto, Morelli, cree en los libros y los manuales, en la ética vieja, en los dictados. El hermano de Serge muere tras un acto de cobardía. Su viuda, quizás el personaje central de la película , una campesina analfabeta, trata de casarse con su cuñado en un acto cosmético: que todo siga su curso "natural".
Pronto los cuatro jóvenes descubren que la vida es otra cosa. Que todo lo que conocen no sirve. Descubren que la vida es la piel, y el deseo, y ser uno mismo, sea lo que sea. François descubre su homosexualidad y su amor por Serge. Maite rompe el muro que la separa del mundo y en la escena más bella de la película se entrega a Henri. Henri y Serge descubren que la vida no es más que una concatenación de pequeñas ráfagas de placer, momentos de absoluto delirio. El resto, es una preparación para la muerte. 
Los Juncos Salvajes es una película carnal, sensible y bella. Sobre todo, bella.


                                      


Querían cambiar su mundo, que es lo mismo que decir el mundo, pero se dieron cuenta de que sólo podían cambiarse a sí mismos. 

COMO UN RÍO

La vida de los cuatro es como el río, el epicentro de la película. Fluye salvaje y hay que aguantar la corriente. El título de la película procede de una fábula de Lafontaine, en la que un junco, gracias a su flexibilidad, soporta la tempestad que doblega al roble. Así son los personajes de la película. En una secuencia final majestuosa, los cuatro se bañan en el río, una metáfora de que todo cambia para ellos. Cuando termina, todo es diferente. El color de las cosas cambia. El mundo gira a otra velocidad. Y ellos se aferran a algo que saben que no va a durar. Que el tiempo se lo llevará. Que Serge y Henri se irán lejos. Que François volverá a ser un tipo solitario. Que Maite será una mujer fuerte y sin miedo. Lo importante es ese momento de seguridad plena que nunca volverá. Como la maravillosa escena en la que François se abraza a Serge mientras van en moto.



 Pero aquella primavera-verano de 1962 cambió sus vidas. Cambió su mundo. Cambió el mundo. 


COROLARIO

Para ver Los Juncos Salvajes hay que sentir una pizca de melancolía, algo que en verano es fácil. Abrir las ventanas y la mente a una película hermosa, honesta y cercana, con un trasfondo y unos diálogos abrasadores. Ideal, por ejemplo, si al día siguiente habéis quedado a comer con los amigos de juventud, aquellos con los que creíais que pasaríais el resto de vuestras vidas pero que un día se fueron con la corriente del río.